editorial >

Una encrucijada histórica

Resulta difícil negar que las manifestaciones contra la reforma laboral han sido un éxito en muchas capitales de España. Y también que el Gobierno del PP tuvo, hace apenas cinco meses, el respaldo de casi once millones de votos. Unos votos que les fueron otorgados para tomar duras medidas de ajuste en un país al borde de la quiebra.

Hay quienes dicen que las medidas de austeridad no nos sacarán del fondo de esta crisis. Y la pregunta es: ¿qué medidas? El año 2011, cuatro años después del comienzo de la debacle financiera, la Administración pública española gastó 80.000 millones más de lo que ingresó. Ese fue el déficit presupuestario. En diciembre de ese mismo año, el país había superado los cinco millones de parados con miles de empresas destruidas. Y, mientras, el sector público -especialmente comunidades autónomas y ayuntamientos- había aumentado en casi 300.000 personas la nómina de sus asalariados. ¿De qué austeridad estamos hablando? De la nuestra, naturalmente. De la del contribuyente.

La cruda realidad de este país es que el 95% de las empresas son pequeñas y medianas. Y que los empresarios se enfrentan a unas cargas fiscales y a unos despropósitos administrativos que hacen su supervivencia muy difícil. Los gobiernos de izquierda y de derecha no han hecho otra cosa, hasta ahora, que exprimir más y más el bolsillo de los ciudadanos, empresarios y trabajadores.

Mientras no exista dinero a disposición del mercado privado, el consumo seguirá cayendo y las empresas cerrando, y el paro creciendo. Porque el trabajo se crea en las empresas. Y si no creamos empresas, si no facilitamos la actividad empresarial, no crearemos trabajo.

España está al borde de una intervención. Quienes dicen hoy que este país está “gobernado por los mercados” ignoran que son esos mercados los que nos han prestado (porque se los hemos pedido) 600.000 millones de euros. Un dinero que nos ha servido hasta ahora para mantener el Estado del Bienestar. Y lo que nos están diciendo es que, si queremos más dinero, tenemos que demostrar que estamos en el buen camino para pagar lo que debemos y los nuevos créditos que estamos pidiendo. Y eso significa tomar medidas excepcionales para reducir el gasto público, ahorrar, arañar cada euro que entregamos a la Administración, que debe gestionarlo con criterios de austeridad y eficacia. Eso es lo que esperamos del Gobierno de los conservadores españoles.

Los que hoy defienden más gasto, más intervención del Estado en la economía, más estructuras públicas, defienden un modelo económico y político de economía central fracasado. El socialismo europeo actual, que se alterna en el gobierno con los conservadores, cree en la economía de mercado. La reforma laboral que ha impuesto de forma impopular el Gobierno español sitúa el costo de los despidos en la parte más alta de la media del costo del despido en esa Europa de los 27 a la que pertenecemos. Es decir, que lo que existía antes en España era una anomalía laboral. Ignorar esto es mentirnos a nosotros mismos.

Pero también es verdad que los salarios en España son más bajos que la media en Europa. Acabar con esas peculiares condiciones de España es una tarea en la que gobierno, patronal y sindicatos deberían encontrarse si no fuera porque en este país, por lo que se ve, nadie es capaz de encontrarse con nadie.

Reforma laboral

La reforma laboral no va a crear empleo. El único efecto beneficioso que se espera de ella es que salve empresas, al precio de abaratar el despido de trabajadores. Esto no soluciona nada. Lo único que nos puede rescatar de este abismo económico es un cambio histórico. Una reforma de las administraciones públicas que suponga dar los mismos servicios a menor costo. Una reforma que reduzca el número y el costo de organismos públicos que han crecido más allá de lo razonable. Una reforma que simplifique las relaciones con la Administración, que obligue al pago de las deudas en un país donde los compromisos de pago son papel mojado. Que sitúe a la Administración al mismo nivel que el administrado y no en un plano superior en que puede hacer lo que le dé la gana frente a un contribuyente indefenso y siempre obligado a pagar por un lado y a reclamar inútilmente por el otro. Una reforma que procure no seguir cargando sobre los sueldos de los trabajadores más y más impuestos. Que no siga elevando los impuestos al consumo. Y que permita a las empresas utilizar sus beneficios en crecer, consumir e invertir en crear más riqueza.

Estamos en una encrucijada histórica donde nos jugamos el ser o no ser. Nos esperan años de sacrificio. Y para que seamos capaces de asumirlos, quienes nos gobiernan deben ser ejemplares.

Y es en eso donde los ciudadanos que esta semana se manifestaron tienen toda la razón. No dan ejemplo. Aún no dan ejemplo a nadie.
Las reformas tienen que venir más pronto que tarde. Y la austeridad bien entendida empieza por uno mismo. Porque como decía una pancarta en la manifestación, “es difícil apretarse el cinturón y bajarse los pantalones al mismo tiempo”.

Y hasta ahora eso es lo que nos han venido pidiendo una y otra vez a los trabajadores y a los empresarios.