Leo en el mármol y el bronce en forma de José Murphy, plaza San Francisco, y dice: 1774-1841. Nació cuando aún existía la gravedad. En la adolescencia y por culpa de Kant, el tiempo y el espacio pasan a ser dimensiones en su mente. Apenas en los treinta, mientras almuerza, Napoleón echa a Hegel de la Universidad de Berlín y Schopenhauer niega el sol y la piedra, pues es un ojo el que ve y una mano la que toca. El espacio-tiempo no se curvó, el Guernica de Picasso no ocurrió; no hubo bomba atómica ni caída del muro de Berlín. Apenas tuvo tiempo de imaginar los borradores de la obra maestra de Emerson, pero cabalgó en los lomos de la revolución industrial. En un mundo donde la materia oscura provocaría la debacle de la realidad inventada, una que no cuadra y por la que hubo que postular que un ochenta por ciento es esa misteriosa cara oscura, estas líneas se ven a sí mismas sonrientes por la ingenuidad científica y circunspecto por esos números que aparecen en la leyenda del bronce. Esa inscripción, esos números indicando el instante en que pestañeó José Murphy dicen demasiado, más de lo que uno quiere saber.

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