Domingo cristiano > Carmelo J. Pérez Hernández

Amor. Y punto > Carmelo J. Pérez Hernández

Pocos artículos más difíciles de escribir hoy en día que uno en el que se pretenda identificar a Dios con el amor. La palabra, el concepto mismo, ha sido tan guarreado a lo largo de la historia, que pareciera imposible -casi improcedente- resumir lo que es Dios llamándolo solo amor.

Expresiones como omnipotente, todopoderoso, omnisciente, eterno, creador, santificador… despuntan como más adecuadas. ¿Más completas? Menos proclives a ser malinterpretadas, cabría decir. De hecho, han sido las preferidas por muchos durante largos periodos en la Historia de la Iglesia. También hoy. Quizá porque no sabían amar o no habían sido amados nunca.

Pues resulta que no. Dios es amor, y punto. No hay más. Y eso destacan este domingo las lecturas de las misas que celebramos en nuestros templos.

Sin miedo, sin temor a que algún no iniciado confunda a nuestro Señor con un pasteleo inconsistente o con un golpe de cadera.
Donde no lleguen nuestras capacidades, ahí estará siempre la Escritura para dar cuenta de la verdad: Dios es amor. Semejante misterio es arrebatador.

Nuestros orígenes, la razón por la que estamos habitando este hermoso mundo nuestro de cada día, no es otra que el amor de Dios que se desborda en la noche de los tiempos. Ésa es la materia primigenia de la que estamos fabricados, más allá de los resortes cósmicos que con mimo fueron puestos en marcha cuando el universo aún no existía.

Si conseguimos imponer el silencio en las mil voces que nos habitan para obligarnos a descansar en esta verdad, nos cambia la vida y la forma de mirar al mundo. No es un valle de lágrimas, no, sino un solar para el encuentro esta vida nuestra. Aquí nos entrenamos en el difícil arte de enterrar las apariencias para quedarnos con lo esencial: Dios es amor. Y así un día y otro hasta el día sin fin.

“Nos mandó al mundo a su hijo único para que vivamos por medio de él”, dice la palabra de Dios. Y así nos mostró cómo se ama de verdad. Perdidos estaríamos si el cielo no hubiese bajado a la tierra, tratando de husmear tras cada esquina la razón de nuestro desasosiego, el por qué de esas ganas irrefrenables de ser feliz que nos habitan y nos bambolean incluso. Pero él mandó a su hijo para que no haya dudas: le buscamos -a veces sin saberlo- porque nos parió con amor, por amor.

Ése es nuestro ADN, el amor. De eso estamos hechos. Todos. No solo los de misa diaria, como algunos de nosotros. Sino todos. Y eso significa que nos une mucho más que lo que nos separa. Por eso, “Esto os mando: que os améis unos a otros”.

A los creyentes nos toca promocionar esta otra forma de ver el mundo: sin muros, sin vallas, sin distingos, sin prejuicios, sin ataduras a las costumbres. Somos nosotros los que debiéramos ser avanzadilla de una fraternidad que desprecie el color, la raza, las creencias, las políticas, las maneras, los vestidos…

Se supone que somos nosotros los que hemos visto, más allá de las apariencias, la huella de Dios en todo ser humano.

Digo yo que esa es la tarea. Descansar en el amor de Dios, anunciarlo y abrazarlo en cada ser humano que se cruza en nuestro camino.
@karmelojph