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Austeridad o crecimiento > José Alberto León

Seis meses después seguimos con el mismo debate: austeridad o crecimiento. Si antes se producía entre Europa y Estados Unidos, ahora se ha convertido en un debate interno a ambos lados del Atlántico. Así, se discute si nos encontramos ante una recesión provocada por una insuficiencia de demanda o si, por el contrario, estamos ante el estallido de una burbuja especulativa por sobreendeudamiento.

Los síntomas de ambas enfermedades se confunden, pero el tratamiento es distinto. Para una insuficiencia de demanda nada mejor que reactivar la actividad con un incremento del gasto público. Para una crisis de sobreendeudamiento el remedio es reducir la deuda.
En mi opinión, el debate está falseado. Raramente en economía hay que elegir entre blanco o negro, porque no hay medicina económica buena o mala per se, sino que será adecuada según sea la dosis y el momento en el que se aplique. Vayamos al diagnóstico. En 2009 se efectuaron en todo el mundo fuertes políticas de incremento del gasto público (casi cuatro billones de euros), que deberían haber solucionado el problema si éste fuera exclusivamente de insuficiencia de demanda. Sin embargo, no fue así, y esta política fiscal se volvió insostenible. Parece evidente que en realidad el factor desencadenante de esta debacle fue una crisis bancaria causada por un sobreendeudamiento general sin base real, y no la insuficiencia de demanda. Los datos así lo demuestran. La deuda no financiera (pública y privada) respecto al PIB en los países desarrollados ascendió del 208% al 325% del PIB entre 1990 y 2012, y la española casi se dobló en ese mismo plazo, pasando del 187% al 364%.

Así pues, si el problema es la crisis bancaria y el sobreendeudamiento, el remedio debe ser reestructurar el sistema financiero y reducir la deuda. La experiencia indica que la salida de las crisis bancarias se facilita si las instituciones financieras se reestructuran a fondo, lo que sanea los balances y facilita el flujo de nuevo crédito. La crisis bancaria de Japón en los años 90 es un ejemplo de lo que sucede cuando no se hace: casi dos décadas de estancamiento. El problema en España es que ni las cajas, ni el Banco de España ni el anterior gobierno quisieron aceptar la realidad, y se dedicaron a unas fusiones que solo generaron entidades más grandes pero con problemas igualmente más grandes. Mientras el gobierno insistía una y otra vez en nuestro bajo nivel de deuda pública, los inversores miraban con temor tanto los déficit futuros como el enorme endeudamiento privado y los costes potencialmente gigantescos de rescatar el sistema financiero si caía. El primer intento serio de sanear la banca se hizo hace tres meses, pero se quedó a mitad de camino. Como mencionaba el pasado mes de febrero en un artículo en este mismo periódico, “el problema de fondo es que ni se desea inyectar nuevos fondos públicos en el sector para recapitalizarlo ni se admite la posibilidad de dejar quebrar a las cajas pequeñas y mal gestionadas. Así es que (…) lo que se ha hecho es calcular cuál es el importe de pérdidas que el sector puede asumir por sí mismo y se han establecido las coberturas para que el resultado final sea ése. Mientras tanto se gana tiempo para preparar la próxima reforma”. Finalmente el tiempo ganado ha sido poco y el resultado final ha sido la nacionalización hace unos días de la sociedad matriz de Bankia, la entidad con mayor volumen de activos financieros en España, y una desconfianza absoluta hacia nuestro sistema bancario y la solvencia del país. A la hora de escribir el artículo se debe haber aprobado una segunda reforma financiera que no he tenido tiempo de analizar pero que espero que, esta vez sí, sea la definitiva.

En cuanto a la reducción de deuda, el problema es que si la dosis que se aplica de austeridad es demasiado alta y el enfermo está demasiado débil, corremos el riesgo de matar al paciente. Un rápido ajuste en una coyuntura recesiva producirá unos efectos depresivos que dificultarán el propio éxito del ajuste, pues ningún particular ni empresa podrá devolver sus créditos si pierde el empleo o caen sus ventas, y ninguna administración reducirá su déficit si sus ingresos tributarios se desploman. Como el año pasado hemos sido malos alumnos ahora nos toca jurar y perjurar que cumpliremos con lo que sea, pero en realidad ni se puede alcanzar el 3% de déficit en 2013 ni el ajuste tiene por qué ser tan rápido.

No existe ningún motivo técnico o económico para ello. Lo importante es que la tendencia del déficit sea descendente y sostenible. Esa cifra es un acuerdo meramente político que, si bien en el momento en el que se alcanzó (allá por el 2009) podía parecer razonable, es sencillamente imposible de alcanzar en una coyuntura recesiva como la actual. Y parece que Bruselas comienza a mostrarse dispuesta a revisar los calendarios de ajustes para adaptarlos a la realidad macroeconómica de cada país retrasando nuestro objetivo en un año. No podía ser de otra manera.

El PIB está cayendo ya en 11 de los 17 países del euro y en cuatro países de la UE que están fuera del euro. Sin embargo, los mercados financieros no dejan mucho margen de actuación: por una parte, dudan de nuestra capacidad (y voluntad) de recortar el gasto, y por otra, se asustan por la inexistencia de perspectivas de crecimiento que permitan el cumplimiento de los objetivos de déficit, generando un círculo vicioso que hasta ahora ha resultado imposible romper. Y aquí es donde se produce la falsedad del debate actual entre austeridad y crecimiento. No son incompatibles. Es posible una estrategia que mantenga la austeridad, pero corrija la caída de la actividad y el empleo que provoca con una política de estímulo. Mientras para España no hay otra posibilidad que la austeridad pues nadie nos financiaría un mayor gasto, para Europa es posible estimular el crecimiento con medidas de inversión pública en infraestructuras.

Para financiar esas medidas bastaría con que el Banco Central Europeo imprimiese moneda y se lanzase a poner en marcha los planes previstos de desarrollo de infraestructuras energéticas, de transporte y telecomunicaciones utilizando para ello al Banco Europeo de Inversiones.

Los proyectos a financiar ya están evaluados rigurosamente, así que no se trata de reeditar absurdos planes E, aeropuertos sin pasajeros o AVE no rentables, sino de ejecutar proyectos que generen nuevas oportunidades de negocio en toda Europa, incluida España. Eso sí, no bastaría con esos rácanos 200.000 millones de euros en inversiones de los que se empieza a hablar. Para que el estímulo tuviera cierto éxito debería ascender a un mínimo de un billón de euros, aunque su ejecución se extendiese durante varios años.