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La primera vez que me encontré con él tenía la forma de letras impresas en un libro. En la foto de la solapa vi una figura ambigua, entre mexicano de la revolución de Pancho Villa (por el bigote y la envergadura) y de gentleman por su porte. El libro me entusiasmó. Me hizo pensar que en esta lengua aún era posible articular discursos literarios eficientes, e incluso ejemplares, cual más tarde comprobé con Borges, Arlt, Rulfo, Cortázar… Eso me decía a causa de los familiares que me resultaron aquellas historias, a pesar de lo lejos que se habían escrito. Y tal cosa me ocurría porque por esas fechas arrastraba una sombra atroz sobre mis espaldas: la voz tronante de un ser perdido en la niebla y autor de una de las novelas que más me han hecho temblar en este mundo, el Crimen y castigo de un tal Dostoievski. EL libro (que aún guardo) se llama Chac Mool y otros relatos. Su prosa medida, de periodos cortos y expeditivos, la combinación del más remoto México con momentos cercanos, la construcción de las anécdotas me hicieron reconciliar con el moderno. Cuando asenté mi destino en la universidad como alumno de Filología Española, confirmé: La muerte de Artemio Cruz. Excepcional.

Luego supe no solo del rigor, del tino con el que un ser humano es capaz de ordenar la historia y de leerla con consecuencia sino de cómo la América hispana aprende, como se puede deglutir lo extraño, es decir, William Faulkner, y devolverlo en su absoluto. Nosotros, que estábamos perdidos entre Franco y sus fantasmas, con una literatura ramplona y perdida en el abismo más oscuro, esas constataciones, con Vargas Llosa, La ciudad y los perros y lo que vendría, nos hicieron soñar. Después seguí con él, pero he de confesar que sin el sortilegio que esos textos me produjeron, incluida La región más transparente o Cristóbal Nonato. Pero siempre confirmé lo que esa generación de escritores nos mostraba sin merma: el afán por la escritura, la solidez, la profesionalidad y un programa que contenía reflexión sobre el hecho de narrar y lo que lo trascendía, eso que se ha llamado la panamericanidad. Uno y todos en el registro ético y el sometimiento de los valores, el oficio y el compromiso. Por demás el compromiso de la lectura de la obra de los otros, cual señalaron en sus escritos Carlos Fuentes o Vargas Llosa. Ejemplar.

Lo conocí personalmente en el año 1989, cuando Juan-Manuel García Ramos (entonces consejero de Educación y Cultura del Gobierno de Canarias) me encargó el diseño y el seguimiento del ciclo Escritores ante el final de siglo. Aquella figura de antaño se hizo real. Era una persona muy cercana y afable, que manifestaba como nadie en este mundo el don de la diplomacia. En los cuatro días que lo acompañé en Canarias, tuvo tiempo de examinar, comprobar y decidir. Habló mucho conmigo; yo menos con él. Me sorprendió con varias historias a cada cual mejor, algunas relacionadas con escritores de América como Ernesto Sábato, Rulfo o el impar Octavio Paz con el que alguna vez discutió. Noté cierto enfado una vez en la que me dijo si habría de cerrarse la música después de Bach. Yo le dije que sí, porque el romanticismo que él defendía a mi muchas veces me parecía patético. No afirmó que yo no tenía oído, no pudo hacerlo razonablemente, pero a su modo actuó. Me propuso que yo le recomendara cinco escritores europeos; que el me compensaría con cinco escritores americanos.

Entonces me preguntó: “¿No conoces a Bruce Chatwin?”. No. “Pues te pierdes una de las mejores novelas de Europa: Colina negra”. Supe entonces que era un celoso devoto de la literatura; él que yo era sincero y entonces sus revelaciones fueron más intensas. Me contó que en Estados Unidos se veía sometido a sutiles insultos por razones de índole ideológica. Me contó uno que ahora recuerdo. Un individuo se acercó y depositó con rostro descompuesto una nota en su lugar. Decía: “chupador de vergas comunistas”. Yo le pregunté: “¿Y usted que hizo”. Dijo: “Le contesté: toda verga es buena”, y rió estruendosamente.

Mucho tiempo después Juan Cruz me invitó a una cena en el restaurante Las Palmeras con él. Esperamos, entró a la sala y aún me cuesta creer lo que sucedió: me saludo por mi nombre y me preguntó por Bach. La comida fue deliciosa. En ella volví a descubrir al hombre de un sorprendente país del otro mar y al hombre del mundo, al hombre en el convite con lo particular y al hombre de múltiples fronteras e idiomas, al hombre del distrito federal de México y al hombre de las calles del Londres que a mí (le dije) tanto me entusiasmaban.

Se lo comenté a Juan Cruz después. Me dijo: es un hombre que ejercita con tanta intensidad la memoria como la escritura, porque para lo uno y lo otro hay que estar dispuesto a mirar de frente y con absoluta cordialidad el rostro de los otros hombres.

Carlos Fuentes.