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El próximo día 25 celebraremos el Día de África, efemérides que recuerda también la fundación de la Organización para la Unidad Africana (OUA) en 1963, precursora de lo que es ahora la Unión Africana (UA), sin que sepamos a ciencia cierta si esa cita sirve realmente para algo. En todo caso, el referente cronológico está situado ahí cuando menos para poner de relieve la existencia de organismos panafricanos destinados a la vertebración de un continente en pos de unos ideales de organización y evolución política y social que, hoy por hoy, no se producen de forma homogénea, ni tan siquiera con la linealidad esperada, dados los sobresaltos y los retrocesos en los alcances democráticos, como ha ocurrido recientemente, sin ir más lejos, en dos países de nuestro entorno, como Mali y Guinea Bissau. Así y todo, frente al afropesimismo tan recurrente y al margen de las prisas de las comunidades desarrolladas, se podría decir que las naciones subsaharianos avanzan a su ritmo, si bien sufren ocasionalmente algunos quiebros o contratiempos que, lejos de hacerlos precipitarse de nuevo hacia el pasado, suelen contribuir a reforzar la conciencia colectiva del bien común y los derechos universales, cada día más compartidos. Mantengo, por tanto, que sí hay pasos reseñables hacia adelante, y algunos tan significativos como los registrados recientemente en las elecciones de la vecina Senegal, en las que los ciudadanos han sabido retener esa soberanía que casi les arrebata un gobierno ocupado en otras tareas menos leales que la de corresponder al progreso del pueblo que le había elegido, una lección que, es de esperar, no va a olvidar el actual jefe del estado, Macky Sall.

La semana pasada también asistimos a la condena del ex presidente de Liberia Charles Taylor, dictaminada por un tribunal internacional en base a 11 cargos de asesinato, violación, reclutamiento de niños soldados y esclavitud sexual durante guerras entrelazadas en su propio país y Sierra Leona, en las que murieron decenas de miles de personas, un hecho que sirve para resaltar la paz que ahora se mantiene en la región, liderada por la primera jefa de estado africana, además de Premio Nobel de la Paz, Ellen Johnson-Sirleaf.

En este punto hay que reconocer que es verdad que persisten personajes fatales como el ugandés Joseph Kony y dictadores de la catadura moral del ecuatoguineano Teodoro Obiang, entre otros de mayor o menor crudeza, que nos recuerdan que queda mucho por hacer, aunque ambos, de una u otra manera, están siendo perseguidos y acosados actualmente por la comunidad internacional.

En última instancia, frente a las dudas legítimas que suelen aflorar en quienes miran hacia África, también es necesario evocar el juego sucio de Occidente y contraponer la crónica lucha de intereses externos que mantienen a muchos de los países del continente cercano sometidos a maniobras de desestabilización interesadas y que proceden de grandes potencias que van predicando la gobernanza y los derechos humanos por todo el mundo. Por eso es preciso denunciar una y otra vez que una gran parte de los graves conflictos que han teñido de sangre la geografía africana están relacionados con la depredación que de los recursos naturales realizan aquellos que se sientan hoy en día en los sillones más altos del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.