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El taxidermista > José Miguel González Hernández

Cada jueves por la noche, cuando se iba a la cama, ya tenía ese cosquilleo en el estómago. Mañana sería otro de los grandes días donde podría extirpar miembros y desecar tejidos. Había conseguido desterrar los lunes como el peor día de la semana donde contemplas el tiempo infinito de las obligaciones previstas complicadas con los irresolubles problemas ocasionados por la mera existencia. Ahora sería la sobremesa de los viernes el periodo de tiempo donde más miedo e inseguridad puede propagarse. El taxidermista conocía de sus habilidades para que detrás de un testimonio existiera un hecho contrario. Se había convertido en un profesional a través del arte adquirido de disecar animales para conservarlos con apariencia de vivos y facilitar así su exposición, estudio y conservación.

Comenzó con pequeños insectos. Ahora va directamente hacia las personas. Cada semana se dedicaba a lavar cuerpos y a extraer los cerebros, para luego pasar a los órganos internos: el estómago, los intestinos, los pulmones y el hígado. Tenía la delicadeza de permitir que el corazón se quedara dentro para no separarlo del cuerpo, pues pensaba que era el lugar donde residían los sentimientos, la conciencia y la propia vida que él mismo les había arrebatado. Era la mejor forma de no sentirse culpable y, para ello, mejoraba los métodos día a día. Incluso, cuando todo acabara, podría hasta emplearse en un museo o bien entregar su labor a otro tipo de depredadores. En sus principios se formó en aspectos tan variados como la anatomía, la escultura, la pintura, la política, la disección o el tratado de pieles, aunque no en economía. Normalmente, otros taxidermistas esperaban al fallecimiento del sujeto. De esa forma, con ayuda de un escalpelo o un cuchillo muy afilado, se podría extraer la piel de una pieza sin dolor alguno.

Era sencillo: se hacía un corte de la garganta a las piernas en los lugares menos visibles. Pero él, no. Había adquirido tal destreza que conseguía secar a sus víctimas sin matarlas, aunque con tal acción era probable que terminara provocando el óbito. Soñaba con la limpieza de la piel extraída. Analizaba la sal que iba a usar como agente conservante para separar el agua que se encuentra retenida en ella y formar una capa que hiciera imposible la descomposición de la piel. Más tarde, establecería un proceso de rehidratación para luego pasar al curtido. Una vez recubierta la escultura del cuerpo, podría proceder al cosido con un hilo resistente. Pero en este trámite aparecía la parte más complicada: darle apariencia de vida a un tejido muerto. Era difícil hacerse con buenos y brillantes ojos que no despertaran lástima, sino esperanza. Para darle un mayor realismo, era necesaria la continua observación del espécimen vivo, así como de conocimientos sociales y anatómicos amplios.

El plan era perfecto. No se dejaría atrapar. Tenía a las fuerzas de seguridad de su parte porque nadie sospechaba de su aparente carácter inofensivo. El número de personas secas se multiplicaba. Pero el taxidermista cada vez necesitaba más medios y aparecieron imitadores. Decían que en su cabeza escuchaban voces que les empujaban a hacerlo. “Hay que asumirlo; me están obligando; no hay alternativas; no te pasará nada; todo será mejor después; confía en mí…”, susurraban a sus víctimas mientras les aplicaban los procedimientos prescritos. Sólo los que se protegían con información y criterio estaban a salvo. Pero éstos cada vez eran menos, aunque también disminuía el temor a las represalias. “Si no tienes nada que ganar, tampoco lo tienes para perder”, pensaban.

¿Existiría el crimen perfecto? ¿Será verdad que, además del mayordomo, puede ser algún culpable más, juzgado y sentenciado? Esperemos al próximo capítulo.

José Miguel González Hernández es Director del Gabinete Técnico de CC.OO. en Canarias