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La voz que escuchaba > Alfonso González Jerez

Hubo un tiempo en que la radio eran voces y a veces una sola voz parecía encerrar la radio entera. La voz no era un atributo más o menos accidental, sino una porfiada artesanía que contaba todo un mundo; hasta cierto punto, la voz definía los límites del mundo tal y como podría ser contado. La voz radiofónica se educaba para poder contarlo todo y no se utilizaba para berrear naderías más o menos terminantes. El tono, el volumen, las inflexiones, las pausas y hasta los silencios, silencios brevísimos y elocuentes, eran elementos de la sintaxis radiofónica. Hablo de un tiempo ya reducido a cenizas insignificantes, cuando la voz establecía una inestable y a la vez magnífica complicidad con el oyente: cuando las palabras y las imágenes aun no bailaban enloquecidamente por un inimaginable sistema nervioso, informativo y desinformativo, y la inmensa mayoría de los oyentes carecía públicamente de voz propia. Un tiempo en el que la radio -como la prensa – mantenía un respeto por lo que se denominaba el público.

César Fernández-Trujillo fue uno de los principales arquitectos de ese tiempo, una edad de oro de la radio que se levantaba sobre un terreno desvastado y a menudo misérrimo, pero nunca ejerció como tal. Durante medio siglo casi ininterrumpido de labor radiofónica es muy posible que no se equivocara jamás. Acumulaba todas las enseñanzas, todos los trucos, toda una fascinante y pacífica capacidad para la improvisación, la repentinización o la finta elegante. Los que intentaban imitarlo (porque basta acudir ligeramente a la memoria para constatar, asombrados, que algunos lo intentaron imitar) abandonaban casi enseguida. Quizás el talento se puede imitar; la sabiduría, nunca, y la sabiduría es el saldo final de una intensa y siempre frustrada experiencia. Existe un motivo más por el que César Fernández-Trujillo era inimitable. Había voces bellas, voces bien timbradas, voces sobrias y expresivas, pero rara vez evitaban un error garrafal: no sabían escuchar. Se escuchaban exclusivamente a sí mismas. César siempre escuchó atenta y cordialmente a los demás. Nunca puso la voz entre su lucidez y la noticia, entre su comprensión y el personaje que debía entrevistar. César era la voz que escuchaba y por eso podía expresar con precisión, versatilidad y credibilidad lo que había que contar, lo que había que repetir, lo que había que recordar. No una voz hermosa, sino una voz inteligente. No solo una voz sugerente, sino un periodista que quería registrar las cosas con el detalle preciso, pero sin una impertinente filigrana de más.

En la tarde de ayer, en sus exequias, cientos de personas se reunieron para despedirle. Ninguna de ellas le oyó jamás a César Fernández- Trujillo una sola palabra contra nadie, ni una malevolencia, ni un chisme. Era demasiado decente, estuvo demasiado ocupado. Ayer toda la radio sonaba peor y la mediocridad había ganado más espacio y el grito estaba contento.