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No tengo una Esperancita > Luis Alemany

No tiene uno demasiado claro cuál puede ser el más peligroso de los nacionalismos (al menos en el complejo espectro carpetovetónico): si el nacionalismo hirsuto, abrupto y -a veces- brutal, lícitamente reivindicador del separatismo nacional, propuesto (desde perspectivas muy civilizadamente diversas) por sectores extremistas de vascos y catalanes, o el nacionalismo (igualmente -si no más- brutal, abrupto e hirsuto) totalitarista, insolidario e intransigente con el que castiga desde Madrid (aquel corral de cabras que se inventó Felipe II: la última capital de provincia que se creó en el país) Esperanza Aguirre; porque ambos tienden a contemplarse sus respectivos ombligos, ignorando -en radical (in)consecuencia- los inevitables -le pese a quien le pese- ombligos ajenos.

Desde esta perspectiva ancestral -¿tal vez también idiosincrática?- de un país (por llamar de alguna manera a España) que jamás ha existido como tal, sino como una obligada aglutinación de pluralidades, no puede por menos de resultar gostescamente significativo el pueril litigio suscitado a partir de la final futbolística de la Copa del Rey -celebrada el viernes pasado-, donde las amenazas de protesta de vascos y catalanes -de cierta extrema radicalidad- ante la obligada audición en el terreno de juego del Himno de España -una amenaza política- provocó la inmediata provocación de otra amenaza política -procedente de Esperanza Aguirre- de cerrar el estadio, responsabilizando injustamente a los veintidós jugadores de la inevitable decisión de doscientos (o los que sean) cantábricos o mediterráneos que decidan -con toda licitud democrática- a subirse a una parra anticonstitucional a la que -para bien o para mal- tienen derecho a trepar, mientras que esa triste señora carece de derecho de ejercer la reprensión heredada de su (in)cultura política dictatorial.

Afortunadamente todo salió relativamente bien, e incluso ganó el Barcelona (tal vez se note que uno es culé), pero no queda más remedio que reconocer, en estas conspicuas cuestiones himnísticas, que su traslación a los resbaladizos territorios deportivos corre el riesgo de resultar gravemente peligrosa, porque -sigue pensando uno- la histeria, el fanatismo y la intransigencia son los peores caldos de cultivo de la convivencia democrática, y de aquéll(o/a)s a quienes pagamos para que la cuiden: los jóvenes no recordarán un célebre chachachá -de hará cosa de medio siglo- cuyo estribillo cantaba “Esperanza, sólo sabes bailar chachachá”: la nuestra también sabe cantar el Himno de España: y posiblemente el Cara al sol.