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Pedro Gordillo y Ramos > Luis Ortega

En la biografía de este isleño insigne resulta decisiva la influencia de un tinerfeño, clérigo ilustrado, compilador y redactor de una insuperable historia regional y, en el mejor sentido del término, un canario de las siete islas, ajeno a las disputas que, a partir de la invasión francesa, enzarzaron a las más grandes y pobladas en un ruidoso y estéril pleito que, aún, de cuando en cuando, políticos de pacotilla aplican en defensa de sus intereses. Hoy se cumplen doscientos treinta y nueve años de su nacimiento en Santa María de Guía y, desde su infancia gozó de la tutela de José de Viera y Clavijo, que estimuló su vocación sacerdotal; sirvió la ermita de San Antonio Abad y, con veintiséis años, llegó a la parroquia de la Iglesia del Sagrario. Con la ocupación napoleónica y la constitución de la Junta Suprema en La Laguna, respondió Gran Canaria con la formación del Cabildo Permanente, en el que el clérigo Gordillo se erigió en uno de los más apasionados defensores de la causa insular. Fue elegido diputado y, en las Cortes reunidas en Cádiz, destacó como un orador brillante que compatibilizó la creación de un orden nuevo con la demanda territorial que planteó con vehemencia durante los tres años en los que ocupó un escaño. Destacó en la supresión del régimen de señorío, una reliquia feudal que perduraba en el Archipiélago, las regalías y el vasalllaje y fue, sin lugar a dudas, uno de los personajes más brillantes de la asamblea constituyente, que llegó a presidir en la primavera de 1813. La sorda lucha por la capitalidad de la provincia única no empaña el papel de dos sacerdotes liberales -Ruiz de Padrón y el propio Gordillo- en la lucha central de los patriotas que derrotaron al ejército más poderoso de Europa. Los dos siglos de la Constitución de 1812 llevaron los retratos de Padrón, Gordillo, Llarena y Key Muñoz -el único de los cuatro de convicciones absolutistas- al Parlamento de Canarias que, con distintos actos, a lo largo de este año, quiere recordar los albores de la democracia española, violentada y traicionada en las dos últimas centurias y garantizada hoy por la Carta Magna de 1978. El ilustre político y clérigo, perseguido en los accesos venales de un monarca patético como Fernando VII, murió en La Habana, en 1844 en cuya catedral ocupó una canonjía. Parece justo recordar que, además de su entusiasmo y probidad, a sus gestiones se deben la igualdad de pesos y medidas en las islas, el fortalecimiento de los puertos menores, preteridos por la disputa entre los capitalinos y la creación de nuevos curatos en la entonces diócesis única de Canarias.