opinión>

Rescate> Perplejita me hallo

En mi infancia, quizás por la influencia de los cuentos, “rescate” era una palabra guay, llena de connotaciones positivas. Uno estaba en un peligro cierto, al borde de una situación potencialmente desastrosa, y entonces venía alguien, movido por su solo sentido del deber, la justicia y la bondad, y te rescataba para ponerte a salvo, alejarte de todo lo malo y asegurarse de tu bienestar.

Pero ahora, en el año no sé cuántos (en el que la gente quiere acción y butacas con reposabrazos, como dice Homer), “rescate” es una de las peores palabras del diccionario. Ahora mismo, gracias a la ciencia económica que tantas alegrías nos da y tan pocas se ve venir, que te rescaten es que te saquen de las fauces de un cocodrilo para depositarte en las de un tiburón.

Lo importante, no obstante, parece ser que lo del rescate no se diga. Que se haga, como se está haciendo, es tolerable, y según a quién le preguntes, hasta saludable, pero que no se diga.

Que no diga nadie en Bruselas o Berlín, “uy, perezón, vamos a rescatar la economía española”, porque entonces el pánico empezará a comernos por los pies.

Rescatar a un banco sí que se puede decir, en voz bien alta y con la chequera en posición de firmes. No hay ningún apuro, ni ningún embarazo en decir eso por parte de quienes autorizan la transferencia.

“¿Qué te hace falta para sanear tu balance podrido de mentiras? ¿10.000 millones? Pues toma, y un eurito más para que te tomes un café”.
Invitan los rescatadores.