LA ÚLTIMA (COLUMNA) >

Salvación nacional > Jorge Bethencourt

Allá por 1831, un inglés alto y envarado llamado Richard Fox inició una serie de viajes por la península que terminaron plasmados en un libro de escasa calidad literaria; ‘Las cosas de España’. En esa especie de guía de viaje Ford no dejó de expresar su escepticismo en que el devenir de un territorio tan geográficamente accidentado, con tan malas comunicaciones y gentes tan distintas, acabase teniendo la sustancia de una sola nación.

Desde el comienzo el final del imperio colonial español, la historia pareció empeñarse en darle la razón a pesar de la mejora de las comunicaciones. Ha existido el Estado, pero en pocas ocasiones la nación, esa España eternamente invertebrada.

Uno de los aceites que mejor lubricaron el motor de la transición fue la generosa salida otorgada por la Constitución del 78 al eufemismo llamado encaje territorial; a las ambiciones nacionales de vascos y catalanes. El café para todos fue un torpedo sibilino que construyó un Estado de nacionalidades y no de dos naciones.

Las autonomías, además, se crearon para acercar la administración al administrado. Es decir, en términos de eficacia pública. Pese a ese gigantesco agujero de 140.000 millones de deuda acumulada, lo cierto es que el modelo ha sobrevivido. Durante más de tres décadas el mecanismo de relojería articulado a finales de los años setenta nos ha transportado hacia cotas de bienestar y desarrollo nunca vistas. Ajusticiar el modelo de descentralización política en un periodo de naufragio global o es un error político de bulto o tiene mucha mala leche implícita. Porque entonces el fracaso de una administración central, que también ha engordado pese a contar con menos competencias, aconsejaría liquidar todo el Estado dilapidador, con sus mismos argumentos.

No se puede construir una nación con el talonario y quien lo pretenda desconoce el poder de los sentimientos. El mensaje de que el Gobierno central acude al rescate de 17 reinos de taifas donde los señores feudales han gastado irresponsablemente dinero a espuertas es solo la mitad de la verdad. Porque lo cierto es que lo hemos hecho todos. El sector público (con nuestro dinero) y el privado. Vivimos soplando el globo del crédito hasta que nos cortaron el aire. Los hispabonos que “nos van a salvar” (si funcionan) no los va a pagar España, que es una abstracción. Los van a pagar los españoles. Nosotros y nuestros hijos, concretamente. Así que, Madrid, cariño, chulerías, las justas.

Twitter @JLBethencourt