fauna urbana > Luis Alemany

Terrorismo de Estado > Luis Alemany

En el año 1975 -cuando uno vivía en París- Antonio Cubillo acudía a la pequeña librería española que regentaba Robles (un entrañable catalán exiliado y gruñón, que falleció nonagenario en la restaurada democracia), en la rue Monsieur Leprince, en sus frecuentes viajes desde Argel para muñir la utópica independencia mpaiaciana que -desde aquellos estertores dictatoriales- se contemplaba en Canarias desde muy diversas perspectivas, porque todo lo que pudiera desestabilizar a la ya periclitante dictadura era -por aquel entonces- de agradecer: nunca coincidimos ambos en aquel local, a donde uno acudía todos los viernes a adquirir Triunfo y Cambio16, pero su propietario nos daba esporádicas noticias mutuas, y me entregaba -de cuando en cuando- propaganda independentista canaria suya, escrita en criptogramas bereberes con la prudente traducción francesa al dorso, tal vez en la duda del dominio poliglótico del hipotético lector

Más de treinta años después, en un bar del final de la Calle Barranquillo, donde coincidimos una noche casualmente, Antonio me confirmaba (con -más que lícita- satisfacción) que por fin había cobrado la indemnización de su atentado mortal (una cantidad ridícula: cuarenta o cincuenta millones de las antiguas pesetas), enorgulleciéndose de que tal sentencia calificaba -por primera vez en la Historia forense española- tal delito de “terrorismo de estado”; porque de todos es sabido que los servicios secretos de todos los Estados democráticos (de alguna manera hay que llamarlos, para entendernos) practican ese terrorismo (muy probablemente, mientras uno escribe estas líneas, un mercenario español esté asesinando a alguien), pero con la prudente inhibición ministerial que se limita a dedicar una partida presupuestaria para los necesarios (que los puritanos no se escandalicen) asesinatos consuetudinarios, que se ignoran -claro está- administrativamente.

Que nadie piense que trato de exculpar -desde aquí-, a este respecto, a Rodolfo Martín Villa (uno de los políticos más nefastos que ha tenido este país), pero su responsabilidad no fue otra que prolongar, en aquella incipiente transición democrática, los sistemas de comportamiento de la dictadura, donde a los asesinos se les firmaban impunemente recibos por sus trabajos; de tal manera que aquel documento -ya histórico- que exponía: “Por tres cuchilladas mortales a Antonio Cubillo, X pesetas” no fue otra cosa que la herencia dictatorial recibida, donde esos trabajos estaban a la orden del día: tal vez su único error consistió en no adaptarse al ritmo de los tiempos.