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Transilvania: bajo la sombra de Drácula (Viajes insólitos, y IV)

JUANCA ROMERO HASMEN | Santa Cruz de Tenerife

Hoy realizamos el cuarto y último de los viajes insólitos que nos habíamos propuesto al comienzo de este mes. Sin lugar a dudas habrá ocasiones para realizar nuevas escapadas a lugares peculiares y llenos de misterio en los meses sucesivos. Hemos metido lo necesario en la sufrida mochila y subido a un avión que nos lleva hasta el Aeropuerto Internacional de Timisoara, en Rumanía. Nuestro destino se encuentra a casi seis horas de camino, hacia el sur, en medio de los Montes Cárpatos, en la región de Transilvania.

Hemos llegado a este país en busca de pistas que nos acerquen a la figura de uno de los personajes más conocidos: el Conde Drácula. ¿Existió realmente este siniestro personaje chupador de sangre y adictiva tendencia a morder desnudos cuellos femeninos? Al llegar a Valaquia, nos recibe un guía de aspecto áspero y altura considerable. Su nombre Nicolae Sarbu y con él, de forma exclusiva, nos adentramos durante algunas horas entre robustas coníferas en busca de historias insólitas y escenarios naturales por los que según la historia, se desenvolvía nuestro protagonista, el sangriento y cruel Vlad III o Vlad Draculea (Tepes/empalador), que era su auténtico nombre. Éste es por tanto el auténtico hombre vampiro, personaje en el que se basó Bram Stoker en 1897 para crear su novela Drácula y que, sin lugar a dudas, adornó con licencias literarias que lo convirtieron en mucho más galán y menos pendenciero que el original Vlad el empalador. Según la descripción de un delegado papal de la corte húngara, Vlad III no era muy alto, pero sí corpulento y musculoso. Su apariencia era fría e inspiraba cierto espanto. Tenía la nariz aguileña, fosas nasales dilatadas, un rostro rojizo y delgado y unas pestañas muy largas que daban sombra a unos grandes ojos grises y bien abiertos; las cejas negras y tupidas le daban aspecto amenazador. Llevaba bigote, y sus pómulos sobresalientes hacían que su rostro pareciera más enérgico. Una cerviz de toro le ceñía la cabeza, de la que colgaba sobre unas anchas espaldas una ensortijada melena negra. Nació en 1428 y tuvo una vida ciertamente corta; tan solo vivió 46 años, tiempo en el que fue conocido por su crueldad y forma inhumana de torturar. Supuestamente sus víctimas se cuentan entre 40.000 y 100.000 personas que murieron por el sistema predilecto de Vlad, conocido como empalamiento. Esta técnica consistía en introducir un palo de unos 3,5 metros de longitud, por el recto, fijarlo al cuerpo con un clavo y colocando en la verticalidad el cuerpo clavándolo en el suelo. Existieron auténticos bosques de empalados, una dantesca imagen iconográfica digna de ser olvidada. En torno a la figura de Vlad III surgen infinidad de historias, algunas de ellas fuertes candidatas para la controversia. ¿Era un chupador de sangre?, ¿dónde vivía exactamente?, ¿cómo murió? Al preguntar a nuestro amigo Nicolae sobre la faceta vampírica de Vlad Draculea, me respondió de forma algo brusca, cercana a la ofensa, que Drácula era un personaje de ficción y chupar la sangre de otras personas era una licencia literaria que se había permitido Bram Stoker en su libro. No existen datos fidedignos que aseveren que Vlad era un hematófago compulsivo. Para el pueblo rumano fue un hombre justo que solamente empalaba a los miserables enemigos de esas tierras. Actualmente es considerado uno de los grandes héroes nacionales por una parte amplia de la población, aunque innegablemente durante los días que estuvimos en tierras rumanas, encontramos a quienes lo siguen tachando de sádico asesino. Pero yo quería ir hasta el lugar donde vivió, y con la mochila sobre las espaldas, llegamos hasta el Castillo Poenari, auténtica morada de Vlad Tepes a pesar de que las rutas turísticas convencionales muestran otro castillo conservado en mejor estado como el original y que no deja de ser más que un simple museo sobre Drácula. Poenari tiene gran parte de su estructura en ruinas y para subir hasta él, tuvimos que dejar detrás más de 1.500 escalones construidos sobre la dura piedra de la montaña, bordeando un imponente desfiladero. Llama la atención que cada escalón está numerado, quizá para desanimarte a seguir subiendo aquella horrible y casi vertical escalinata -imagino a los enemigos de Vlad III dándose la vuelta ante un inminente ataque por no subir tantos escalones-. ¿Será por eso que Bram Stoker representa al vampiro como un murciélago, capaz de salir y entrar volando por una ventana del castillo? La edificación está en un estado lamentable, con grandes partes restauradas sin respetar el tipo de piedra y en las que destaca enormemente el hormigón utilizado. Allí no hay grandes salones ni mazmorras sombrías, no se huele el misterio puro y duro como cabría esperar. Pero merece la pena llegar hasta la parte más alta después del cansino ascenso y poder ver el río Arges, lugar en el que se suicidó el gran amor de Vlad Tepes. Desde allí se adueña de nosotros los verdes bosques y la belleza de Valaquia. En diciembre de 1476 cae en una emboscada junto a su guardia personal de doscientos hombres, por parte de los turcos. Fue decapitado y su cabeza llevada a Estambul donde estuvo pinchada junto a las defensa de la ciudad para que todos los turcos supieran que había muerto la gran amenaza del imperio otomano. Sea como sea, la imagen del auténtico Drácula, y no la del literario, nos deja un mal sabor de boca ahora que somos conocedores de sus sanguinarias prácticas, pero eso es un secreto que nos llevamos de vuelta a casa, respetando la decisión de los rumanos al considerarlo uno de los grandes de la historia del país.