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Un galán > Carmelo Rivero

Tendría Carlos Fuentes la conciencia de quien era cuando hablaba como si nunca hubiera sido Carlos Fuentes, pero a veces disimulaba todo asomo de vanidad. “No soy nadie al lado de esos gigantes”, dijo camino del coche que nos conduciría al aeropuerto Reina Sofía, a la salida del Jardín Tropical, el hotel de su amigo Polanco. Y dijo más en ese corto trecho hasta llegar al vehículo. “Leo cada verano el Quijote, para aprender”. Lo hacía desde los 12 años y fue Premio Cervantes. Venía de paladear a Dostoievski, ante el que se adujaba como un escritor principiante. Hubo otros encuentros. Veladas sobre cine, política y rancheras. Era el eterno nobelable en la sala de espera. Me contó la trifulca de Vargas Llosa y García Márquez -fue testigo-, sus amigos del alma del boom, que le ganaron por poco la carrera del título que da la gloria. No se fue de vacío, también sumó el Príncipe de Asturias a su equipaje de padre de la moderna novela hispanoamericana. Adoraba el paisaje de la isla, “la del poeta Sánchez Robayna”, la de Pedro Guerra, que compuso Contamíname bajo el efecto de sus palabras, la isla síntesis de un viejo mestizaje, su matraquilla. Martín Rivero lo acompañó a Lanzarote, a visitar a Saramago entre volcanes, “¡cuánto lo admiro por escribir a ciegas con tanta lava!”, cuando él terminaba Los años con Laura Díaz y regresó sobre el original para meterse en la isla. En agosto de 2002, el periodista Juan Manuel Pardellas fundió letras con rock, sentó al autor mexicano con el cantante granadino, homenajeados en Son Latinos en el Sur, y tituló el reportaje Fuentes y Ríos junto al Atlántico canario, en El País. Carlos Fuentes vio morir a dos hijos y ayer, de pronto, se nos ha ido él mismo, aquel joven escritor de 83 años con camisa blanca. Un galán.