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Una autocrítica > Francisco Pomares

La relación entre políticos y periodistas está basada en una sana sucesión de malestares: los políticos se equivocan, y nosotros lo contamos. Los políticos aciertan y nosotros no decimos nunca nada. Lo cierto es que eso -que los políticos acierten- no suele ser frecuente. Y en los últimos tiempos menos aún. Andan ellos instalados en la reiteración imitativa y acrítica de fórmulas erróneas, de recetas que han demostrado sobradamente que no levantan la masa. Dan la sensación de actuar por instinto gregario, convencidos de que si todos hacen lo mismo -aunque digan cosas distintas- la sociedad no les pasará factura por su gestión inane de esta crisis.

Pero si las cosas fueran de otra forma, si un ángel con estudios de economía se posara sobre la testa de algún prócer, le iluminara el día, y le hiciera acertar, la mayoría del gremio aplicaría la vieja receta de good news no news: las buenas noticias no son noticia. En un mundo como el nuestro, saturado de pésimas noticias, deberíamos cambiar ese viejo axioma. Quizá en las facultades de periodismo habría que hacer obligatorio aprender a escribir de vez en cuando buenas noticias. Al menos hasta que escampe. Quizá así abriríamos una brecha de sonido más melodioso en esta cacofonía de declaraciones desesperanzadas, en esta catarata escrita y leída de desconfianza y pánico en que se ha convertido la información…

La otra aportación que el gremio debería hacer hoy es la de revisar el código y pasar revista al comportamiento de nuestra propia fauna. Porque en este oficio hay muchos que equivocaron la vocación, gentes que podrían circular por las calles del Chicago de los años 30, antes que encaramarse a las columnas de la prensa y los micrófonos de la tele y la radio para dar lecciones e impartir bulas. Trabucaires de la pluma y asaltacaminos catódicos han convertido la relación entre el gremio y el poder, entre nuestra profesión y la sociedad, en una relación muy desequilibrada. Algunos periodistas creemos, de hecho, que esta situación de impunidad para la difamación, la calumnia y la injuria, que caracteriza hoy el escenario de la comunicación, debería ser legalmente revisada, para establecer controles y mecanismos que eviten la actual orgía de falsedades y patrañas en los medios, los insultos y las bajezas que acompañan las campañas de destrucción moral del adversario. Aunque el adversario pueda ser obtuso y detestable, y su corte personal y familiar más obtusa y detestable aún, no puede valer todo.