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Casandra > Juan Hernández Bravo de Laguna

La democracia puede verse afectada por un grave problema interno que, incluso, si es muy intenso, llega a desvirtuarla seriamente y hasta a acabar con ella. Este problema interno de la democracia, uno de sus principales enemigos, es la corrupción política, corrupción que se está manifestando en España con una especial intensidad brutal y generalizada.

El panorama actual de la corrupción política española es desolador. En la escena política de este país existen excesivos indicios de reiteradas violaciones éticas y de importantes y continuados esfuerzos por ocultarlas. Pero no nos engañemos, los responsables somos todos. Los integrantes de la clase política, los representantes del pueblo y los gobernantes, son simplemente unos miembros representativos, una parte representativa, de la sociedad. Y lo son en un doble sentido: porque han sido democráticamente elegidos por nosotros para representarnos y gobernarnos, y porque son una muestra representativa de la propia sociedad. La corrupción política presupone la corrupción social y necesita de ella. Si en España, en general, y en Canarias, en particular, abunda la corrupción política y queremos saber la causa, se impone contemplar con mirada crítica la deriva de ambas sociedades, la española y la canaria, y comprobar qué son o en qué se han convertido.

En la inmensa mayoría de los casos de corrupción política interviene la sociedad y colaboran los ciudadanos. Detrás del gobernante que cobra una comisión, hay un gobernado que la paga para salir beneficiado frente a personas con mejor derecho. Detrás del político que subvenciona a una empresa inexistente, hay un no político que simula la empresa y cobra la subvención. Y hay ciudadanos, funcionarios o no, que son fieles -e imprescindibles- colaboradores de los políticos en sus tropelías, cuando no las cometen personalmente de manera vicaria.

En aeropuertos y estaciones los altavoces nos advierten repetidamente del peligro que supone no prestar atención a nuestras pertenencias. Todos sabemos que perder de vista unos segundos en un local público, desde una iglesia a un aula, un teléfono móvil, una cartera o cualquier otro objeto significa su desaparición. Y no debemos tener miedo de sacar las conclusiones oportunas: vivimos rodeados de ladrones y delincuentes en potencia. ¿Qué podemos esperar de una sociedad semejante? En ese contexto, ¿cómo no va a haber corrupción social y política? Lo extraño sería que no hubiera.

Regenerar la política requiere con carácter previo regenerar la sociedad. Y la regeneración moral de la actividad política es necesaria e inaplazable, hasta el punto de que en estos momentos la única forma coherente para los demócratas de defender la democracia en España es contribuir en la medida de las posibilidades de cada uno a regenerarla éticamente. Hoy más que nunca hace falta un intenso movimiento regeneracionista de la vida social y política española, hace falta decidir un cambio de rumbo y marcar una solución de continuidad importante con el próximo pasado. No hay otro camino si queremos que nuestra débil democracia lo sea en su pleno sentido y que no corra peligro de dejar de serlo. Porque el futuro de la democracia española está más que amenazado por la corrupción.

No en vano se ha dicho que el poder corrompe. Y no es una exageración afirmar que la convivencia democrática se encuentra gravemente afectada entre nosotros por la corrupción política. Por eso la única manera éticamente aceptable de participar en la política es hacerlo desde muy firmes e implantadas convicciones morales. Las ambiciones personales son legítimas; incluso la ambición de poder o de notoriedad, que suelen presidir la mayoría de las carreras políticas. Pero las ambiciones económicas poseen su propio ámbito y deben ser encauzadas fuera de la vida pública. Los políticos y los partidos tienen que dejar de interferir en el mundo de la economía, de la banca y de la empresa. Porque hay adjetivos calificativos que son desnaturalizadores: una democracia corrupta no es ni siquiera una democracia; y un político corrupto es un vulgar delincuente. Y encima, y por si fuera poca, a esa corrupción de ida tenemos que añadirle la corrupción de vuelta que supone perseguir la primera por vías corruptas y corrompiendo los medios y recursos del Estado, como instrumento de lucha partidista. Un mero listado de los casos de corrupción política en España publicados desde la transición a nuestros días nos pondría en la pista de las dimensiones preocupantes del problema. Sería un indicador objetivo -un parámetro fiable- de la poca calidad de nuestra democracia.

El ciudadano percibe un ambiente de corrupción, que mina su confianza en las instituciones del Estado y llega a dañar hasta su aceptación de la legitimidad del poder. De este modo se genera una situación de alarma social, que ya están detectando las encuestas.

El dios Apolo concedió a Casandra el don de la profecía, pero, ante su rechazo, la condenó a que nadie creyera nunca en sus vaticinios. Así, cuando predijo la caída de Troya, ningún ciudadano dio crédito a sus palabras, y pasó lo que pasó. Sin necesidad de ser profetas, muchas voces autorizadas nos están advirtiendo del evidente peligro de la corrupción para nuestra débil democracia. Y si continuamos sin hacerles caso, pasará lo que tiene que pasar.