AVISOS POLÍTICOS > Juan Hernández Bravo de Laguna

Distraer la atención > Juan Hernández Bravo de Laguna

Uno de los graves problemas de la corrupción política y social española, que afecta a todos los partidos (y a sindicatos y patronales, no lo olvidemos), es su uso en la lucha partidista. El problema surge -la corrupción se hace pública- cuando un partido se confía y deja demasiadas pistas, o cuando el partido rival se siente a cubierto, encuentra un resquicio y lanza a su gente a la caza del contrario. Esa es la razón de que en España la mayoría de los escándalos de corrupción estallen como consecuencia de la lucha entre partidos e, incluso, de enfrentamientos internos de una misma fuerza política. En otros términos, si no existieran esos enfrentamientos y cada uno de los bandos en conflicto no contara con medios de comunicación afines, sectarios y sectarizados, es de temer que los ciudadanos no estaríamos tan al tanto de tramas y corrupciones.

Una variante de esta situación descrita consiste en desviar la atención de los casos importantes de corrupción del propio partido insistiendo machacona y obsesivamente en casos de presunta corrupción de gente del partido contrario; unos casos de escasa entidad cuantitativa, pero que son fácilmente asimilables por la influenciable opinión pública debido a sus características cotidianas. Parece ser la estrategia actual de los socialistas e Izquierda Unida, muy afectados por el escándalo de los ERE andaluces, la presunta red de corrupción política vinculada a la Junta de Andalucía y la empresa sevillana Mercasevilla, atribuible, al menos, al 3% de los ERE totales llevados a cabo en esa Comunidad Autónoma.

Durante meses y meses los medios de estricta obediencia socialista acosaron al antiguo presidente valenciano Francisco Camps, del Partido Popular, porque permitió que le regalaran unos trajes y unas corbatas. Y llegó a ser juzgado -y absuelto- por un jurado popular. Un jurado popular al que los progresistas de salón, con su coherencia habitual, vilipendiaron por su supuesta falta de cultura y preparación, destacando, por ejemplo, las faltas de ortografía del acta de su resolución. Ahora le ha tocado el turno a Carlos Dívar, el presidente del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo, por los gastos de unos veinte viajes y estancias en Marbella (Puerto Banús), cargados durante los últimos años a las citadas instituciones por importe total de algo más de doce mil euros y cuya condición de viajes oficiales o institucionales se cuestiona. Unos seiscientos euros por viaje.

Carlos Dívar fue nombrado sorpresivamente por el anterior presidente del Gobierno porque es conocido por sus convicciones religiosas y tradicionales, aunque tiene una trayectoria personal y profesional de independencia, no vinculada a ningún partido político. Sin embargo, el progresismo de salón de este país lo ha escogido como blanco. El Tribunal Supremo ha rechazado la denuncia presentada contra él por la asociación Preeminencia del Derecho (siempre hay una asociación a mano para estas ocasiones). Izquierda Unida registró una iniciativa parlamentaria para pedir su cese fundamentada en que su permanencia en sus cargos “daña el buen nombre de la justicia”. Y, con el argumento de que el Parlamento no puede controlar las cuentas del Poder Judicial, el Partido Popular y Convergència i Unió impidieron en la Mesa del Congreso de los Diputados que tuviera que acudir a la Cámara, como reclamaban el PSOE e Izquierda Unida. En su lugar lo hará el fiscal general.

A su vez, Dívar ha manifestado que no aprecia en su conducta “ninguna irregularidad ni jurídica ni moral”, y afirma que no se ha planteado dimitir porque “sería una irresponsabilidad” y supondría “reconocer una culpabilidad que no existe”.

El carácter juzgado del caso de Francisco Camp nos exime de opinar sobre él y, en cuanto al asunto de los viajes de Carlos Dívar, si se demuestra que no tenían una condición oficial o institucional y que eran meros desplazamientos privados, tendrá que responder por ello. No obstante, también tendrían que responder muchos de nuestros políticos (progresistas de salón incluidos) por sus desplazamientos injustificados con cualquier pretexto sufragados con dinero público. Y por las docenas de asesores inútiles, pero con nómina, que nombran sin ningún control, por citar solo algunas corrupciones habituales.

A ningún ciudadano se le oculta el carácter netamente político de la persecución partidista y mediática sufrida por ambos personajes. Y tampoco la escasa cuantía de las cantidades implicadas, sobre todo si las comparamos con los presuntos millones de euros de los ERE andaluces o de Iñaki Urdangarin, cuyo abogado, al parecer, intenta un acuerdo que evite su ingreso en prisión. Unos casos respecto a los que ciertos medios guardan un estruendoso silencio. ¿Y qué se hicieron de las acusaciones en contra del exministro y dirigente socialista José Blanco? ¿Y de las subvenciones concedidas por la Junta de Andalucía a la empresa en la que trabajaba la hija de su presidente?

Distraer la atención se llama la figura. Distraer la atención de la opinión pública con casos menores y sin entidad, a los que se les concede una atención mediática desproporcionada para ocultar los millones de euros que nos roban impunemente ante nuestros ojos. Por si la televisión basura no fuera suficientemente embrutecedora, algunos medios se prestan a sustituirla.