nombre y apellido >

Ernesto Acosta > Luis Ortega

Creador de amplios registros, su obra presente en el Parlamento de Canarias tiene la sutil virtualidad -como en los relatos o filmes de anticipación- de transportarnos en el tiempo, anclarnos en un pasado donde la barbarie se suavizó y justificó con el bello secreto de los símbolos o avanzarnos hacia el futuro, donde la criatura humana, sólidamente articulada, recuerda las actitudes y sentimientos que la habitaron cuando era carne mortal. Ernesto Acosta Lorenzo, a caballo de dos pueblos, de dos memorias, de dos compromisos, se formó en la escuela de Bellas Artes Arturo Michelena -un nombre que llevó a la sociedad mantuana, las invenciones y refinamientos de la cultura plástica europea-, y tras graduarse como escultor, se dedicó con paciencia franciscana a estudiar formas y materiales que le abrieran un camino propio, que dejaran su sello en manufacturas tan cercanas y, sin embargo, tan diferentes como la escultura, la terracota y la vidriería. Para la crítica histórica, tan exigente con el resultado, la solvencia en la técnica, el dominio de la profesión era la matriz y el sello de garantía de la obra; y esa asignatura, la cumple no sólo con solvencia sino, incluso, con pasmosa naturalidad. Esa es una de sus virtudes; desarrolla una nueva base de comunicación como plus de sus valores expresivos y que, a partes iguales, distribuye entre la composición, sin efectismos ni trucos, y la atractiva tactilidad de sus bultos y relieves que recuperan para esta manifestación plástica la sensualidad gozosa y universal del tacto. La pretensión que alienta la producción de este venezolano de padres palmeros, “de la banda occidental”, como aclara, se dirige al hombre, en singular y anónima presencia, común en todas las orillas. Y, apenas si se permite, recurrir a viejos arcanos, claves y símbolos que nos ubican en el espacio y tiempo de los pueblos y culturas bárbaras -por la fuerza, la superioridad intelectual, la intransigencia sectaria y la dinámica de conquista- que sustituyeron sin clemencia a quienes ocuparon el lugar conquistado. En medio de esa colisión, que encuentra su retrato coral en los sugestivos frisos, sobresale, aún más, la doliente y serena presencia de los hombres solos, elevados sobre el horizonte para otear mejor, desde su condición metálica, la más vieja maldición y patología humana: la unicidad entre la multitud, el silencio y el grito que se pierden en un abigarrado panorama donde no aparecen compañías, soluciones ni caminos y que tienen, por su acreditada verdad, asegurada su permanencia en nuestro imaginario común.