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Justo Fernández > Luis Ortega

Tengo la sensación de haber llegado tarde, me dijo en el café del reencuentro, cuando Los Paragüitas, sin pretensiones posmodernas, servían café decente, cañas, anchoas y unos berberechos de peculiar aliño. Había recuperado la imagen del paisano en Madrid, cuando un grupo de ilusos y aprovechados -cada cual hizo lo que quiso y pudo- para compensar la influencia y el poder único de Comisiones Obreras -¡buen recuerdo, Juan Pedro Ascanio!- creamos la UGT para este oficio de acomodación, que subsiste con los medios a su alcance, resistirá, con todos los recortes y críticas posibles, porque es necesario a quienes más lo vejan. Mi primer recuerdo de Justo Fernández (1936-2012) se relaciona con Santo Domingo, una plaza sombreada de laureles y el espacio central de los espectáculos deportivos y musicales, cuando luchaba en el equipo de Los Llanos de Aridane. Luego vino Madrid, cuando el clan sectario de Redondo y su corte de adulones segaban la hierba a los pies de los disidentes y, aún poniendo a parir a los gobiernos de González, aprovechaban su espléndido trato económico. Un día cualquiera, con Felipe en el ejecutivo nacional y el incombustible Olarte en nuestro quiosco, leí un artículo del bragado sindicalista de banca que, cansado y, en cierto modo, traicionado había vuelto a su tierra; como un garbanzo negro, participaba en las tertulias de la derecha crecida de la COPE, se enzarzaba con Pedro J. en camino imparable al liderazgo -autoría, diría él- intelectual del integrismo sin complejos. Aquí, sus compañeros expertos en el potaje, le negaron el pan y la sal y este amigo que se fue, que no tenía pelos en la lengua, les dio a diestra y siniestra, tanto en la esfera sindical como en la política. Poco a poco se recortó su papel en los medios estatales y, después, en los locales; era un hombre que pensaba por cuenta propia y esa circunstancia no era muy útil para la laxitud con que, en estas tierras, se dirigieron los actos y las baladronadas. Llevaba tiempo sin verlo y sólo alguna vez, a través de un medio represaliado, intercambiamos un saludo en el aire y la posibilidad de un encuentro -un café y una perra de caña- que, lamentablemente, no se produjo. Ayer un colega me recordó su enfermedad y muerte y los hechos del pasado. Su talante de hombre serio y bueno, valiente e insobornable, se proyecta en esa región traslúcida donde cada vez habitan más personas de las que quisimos, más gentes honradas y útiles, cuando las aberraciones e irresponsabilidades de unos y otros los hacen más necesarios.