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La dieta > Jorge Bethencourt

Era gordo. Y feliz. Entonces empezaron la campaña. Que si la grasa es un problema para la salud, que si la dieta debe ser equilibrada, que si el colesterol… Un día, harto de ir apretado dentro de los pantalones como una morcilla, me rendí. El problema era qué dieta hacer. Elegí la de un tal Dukan, que te somete a un régimen parecido al de un tigre de bengala: sólo puedes comer carne. Me puse a ello durante unas semanas y les juro que es una cosa alarmante. Así están esos pobres guepardos que parecen un esqueleto. A los pocos días, en vez de fantasías sexuales con Soraya Sáenz, sueñas con chorros de aceite, cucharadas de azúcar en el café y el sonido de un pan crujiente.

Aguanté la cosa como un mes hasta que di en pensar que nuestros antepasados, que sólo comían carne, la palmaban relativamente jóvenes. Así que me pasé a una dieta de frutas y verduras. Al principio fue un cambio maravilloso, pero la fruta es para los monos. Y te da flojera de vientre.

Pero adelgacé. Empecé a pesarme por las mañanas y por las noches. Bajar medio kilo era una fiesta. Y subirlos una tragedia. Hay que ver lo que amortiza el jodido cuerpo cualquier exceso. Basta que te saltes un día el régimen de abstinencia para que se dispare otra vez el peso como una bala de cañón.

En un par de meses convertido en una sílfide me miré críticamente al espejo. La piel me colgaba como la de un zurrón de gofio sin gofio. Tenía profundas ojeras. Mi ropa parecía el préstamo de un amigo compasivo. Y la gente que antes me aconsejaba adelgazar, me preguntaba con preocupación si me pasaba “algo malo”. Me había quitado unos veinte kilos y me había puesto veinte años encima. Empecé a dudar de que el sacrificio mereciera la pena.

En esas estaba cuando, arrastrándome por la calle -pese a estar más flaco me cansaba mucho más que cuando estaba gordo-, me tropecé con un señor que, por su aspecto, había atravesado el mismo calvario que yo. Le miré con complicidad solidaria y una sonrisa. Y le dije: “La verdad es que pasar hambre cuesta, ¿verdad? Pero luego se queda uno flaco y se siente mucho mejor”. Cuando me estaba dando los puntos de sutura en la boca, mi amigo médico me lo dejó claro: “Hay que ser imbécil para decir eso con la crisis que estamos viviendo. Vuelve a comer, compadre, porque además de flaco te estás volviendo tonto”.

Y he vuelto.

Twitter@JLBethencourt