mirándonos>

Llévame contigo…a Anaga>María Montero

“Estoy aquí”, le dijo ella, “intuyo que lo sabes, y hubiese deseado ir contigo al fin del mundo al día siguiente de conocerte, y amarnos apasionadamente, y hacer el amor sin tiempo. La primera vez que te vi, sentí que había llegado a casa, y la segunda, que viviría contigo el resto de mi vida”. Ella suspiró. Necesitaba decirle esas palabras, las más importantes de su vida, las que nunca había pronunciado, las que nunca había sentido por alguien. Sólo eran para él. Y él, mientras la miraba, no cesaba de escuchar dentro de él, como un bálsamo recién llegado a su vida, el eco de la voz de ella en su piel y deseó que aquel instante no terminase.

El sentía como compases de una dulce canción, que siempre te gusta escuchar, y que cuando acaba, la vuelves a recuperar. El susurró en los labios de ella: “Dímelo otra vez, quiero escuchártelo en mí, cada segundo, cada instante que te tenga cerca y pueda tocarte”. Y la besó. Y ahora ya no podían, o ya no querían, separarse. Se habían quedado imantados, literalmente, el uno del otro. Una fuerza tan grande les envolvía, era una experiencia similar a la que les acercó su primer instante, como si el destino les hubiese dado otra oportunidad. Y la naturaleza les protegió. Se encontraban en el atardecer de uno de los parques naturales más bellos del mundo. Anaga. Un antiguo jardín guanche. Un antiguo testigo de momentos únicos como estos, entre aborígenes tinerfeños. Quizá ya en otra vida, él y ella fueron guanches, y al reunirse en este lugar, se volvieron a dar todas las circunstancias y memorias, de algo que amas tanto, que deseas que los siglos transcurran rápido para encontrarte con esa persona amada de nuevo, y continuar viviendo, lo que antaño ya había comenzado, quién sabe ya, cuantos lustros atrás.

Los últimos rayos de sol de aquel día, resbalaron sobre las hojitas del laurisilva autóctono de Anaga, y el espíritu de esta ancestral montaña les mostró una dimensión desconocida de cómo es aquí la vida, cuando la luna encara las siluetas mágicas de estas cumbres. Los insectos también se hacían presentes, y entonces él se volvió hacia ella, y recordó que le daban miedo las arañas. La última vez que se habían visto, él la salvó de una arañita que retozaba en su ondulada melena dorada, y él, valientemente apartó al arácnido, y también la protegió, como Anaga hacía esa estrellada noche con ellos. Ella, le confesó que a menudo había recordado ese instante, y la simbología de aquel episodio.

Fue en una mañana en que ella estaba enfadada con el mundo, desolada con la pobreza y entristecida por los niños del planeta. Pintó un mural triste con todo aquello y se lo contó a él. Él tampoco estaba en su mejor momento, y aún así reparó en la araña en los bucles rubios de ella. Y la salvó. “Me salvaste de la trama. Todavía fuiste capaz de ver lo pequeño, lo minúsculo en lo grande. Eres asombroso, gracias”. Y ella le dibujó el verdadero mural de la araña tejedora en la mitología y en la historia. La araña teje redes y sueños. Hasta que te despiertas. Hay mujeres y hombres tejedores de tramas mundiales, y hay hombres y mujeres dormidos. Y hay hombres y mujeres despiertos. “Quiero decirte que estaba entristecida por esto, que me acechó la araña, y mi percepción femenina se conmovió, me puso en guardia, y tú estabas ahí, como el guerrero mitológico, que lo ve y lo sabe, y en el peor momento, tiene la delicadeza de escuchar y de liberar la trama, y de sentir a la mujer que soy, y… tenía tanto miedo de perderte…”. Dicho esto, las ramas de un árbol sabio guanche arropó las manos y los cuerpos de ellos, y la ternura de todo lo sucedido. Las hadas y duendes mágicos de Anaga se hicieron visibles, y él musitó: “Dímelo otra vez, cuanto me has amado desde siempre…”.

mirandonosss@hotmail.com