después del paréntesis>

Los libros> Domingo-Luis Hernández

Hubo un tiempo, llamado Renacimiento, en el que los hombres se encontraron de frente con la distinción. Tanto que el dinero servía para coleccionar y mostrar los signos duraderos con sus valores. Y los signos duraderos exponían eso que se nombra ingenio. De manera que los Medici en Florencia ocuparon el espacio para alzar palacios suntuosos a fin exponer su fortuna, y colgaron cuadros espléndidos en sus paredes, y dispersaron esculturas sublimes por aposentos y por jardines. Todo en pos de apoderarse de la inventiva de arquitectos, o de Da Vinci, Michelangelo, Rafaello… Todo el que pudo expuso ese proverbial trofeo, cual atesora el Vaticano en sus salones, o equilibra las columnas de Bernini.

Con esa desmesura clavada en los registros, el mundo pensó que el aprecio debía sustentarse en la agudeza dicha. Así aduce Italia su estima por los nombres expuestos, y por Dante, y por Bocaccio, y por Pirandello, y por Svevo, y por Sciascia, y por Tabucchi…; así conviene la Gran Bretaña por Sakespeare, Dikens, Defoe, Chatwin…; así Francia por Hugo, por Flaubert…; así Alemania por Bach, Beethoven, Goethe…; así Austria por Mozart, por Handke…; así España por el autor anónimo de Lazarillo, por Velázquez, por Goya, por Góngora, por Cervantes, por Galdós, por Valle-Inclán, por Luis Mateo Díez.

El tesoro que se llama inmaterial no lo es tanto. Somos por ese estigma de la creación, cual pensó Borges en su sustancial cuento, acaso el mejor cuento escrito en esta lengua llamada el español, y que se llama Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. El patrimonio no sólo se cuenta en los bancos, también en los museos o en las bibliotecas. Luego, que un sistema educativo se vea preso por la patraña de los soberbios e ignorantes psicopedagogos que lo han ocupado no es sólo una barbaridad, es una vileza; que un sistema educativo haya mandado a la basura la obligación de enseñar a leer a los alumnos de primaria y secundaria, que libros como los que pensó y difundió el profesor Lázaro Carreter no se encuentren siquiera en las tiendas de saldo, es una atrocidad. Por eso convenimos hoy que este país ha malogrado a generaciones y generaciones. Y lo que es peor: lo que queda por descubrir.

Dijo Borges que el invento del libro es uno de los inventos más asombrosos de los hombres. Porque los otros inventos (el microscopio, el teléfono, el arado, el puñal…) son extensiones del cuerpo; el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación. Es decir, la lectura no es un acto mecánico y el saber leer, el saber descifrar todos los registros de un artilugio literario (por ejemplo), tanto los formales como los temáticos, es una operación del conocimiento, un ejercicio singular que prepara a los hombres para ejercer su capacidad de reflexión y de abstracción, como las matemáticas.

Recuerdo que uno (que se dijo pedagogo) intentó convencerme cierta vez de que él (porque sabía) podía dar mejores clases que yo sobre el Quijote, aunque no hubiera leído el Quijote y aunque no contara como falta el no leer el Quijote. Y es que yo en ese tiempo me dedicaba exclusivamente a mascar chicle en las aulas, porque no sabía. De manera que esta funesta España no prima la exigencia y la responsabilidad, prima las habilidades sin fundamento. De lo que resulta una proclama siniestra: especialistas en apretar tornillos, como mostró Chaplin en Tiempos modernos, y no sujetos capacitados.

¿Es extraño que aquí fallen de la manera sistemática los programas educativos como en pocos países de este mundo fallan? Así, recorrer la Feria del Libro de Tenerife o de Madrid como he recorrido y contar los resultados no sólo es deprimente, es una condena. Que la España que vendió 30.000 ejemplares de una primera edición reduzca las tiradas hoy a poco menos de un millar es miserable.

Pero consuena con lo que esta infausta España ha decidido. ¿Alguien que esta página lea puede imaginar el hecho de que en Inglaterra no sea una obligación leer y convivir con Shakespeare? ¿Por qué en España no se tiene, incluso como principio moral, leer el Quijote? ¿Por qué no aduce este sistema perverso el inquebrantable deber de preparar a cada uno de los habitantes de este país en la lectura de la nómina de libros más importantes de nuestra tradición y en la nómina de libros más importantes de Occidente? Por la frivolidad, por la facilidad, por la cultura del espectáculo que la miseria televisiva muestra y señala la información indiscriminada para sojuzgar, para no pensar, para no rebelarse, para someter la dignidad.

Eso somos y así nos va, con la prima de un tal Riesgo por las nubes.