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Manuel Iglesias > Fermín Puig y Ferrán Adriá

La muerte repentina e inesperada de un amigo es siempre una tragedia difícil de aceptar. La sorpresa previene a la incredulidad, y la conmoción de la noticia nos muestra con toda su crudeza el alcance de la pérdida. Cuando Luis Padrón nos comunicó la muerte de Manolo Iglesias, ambos tuvimos la sensación de desgarro interno, que sólo la profundidad del afecto de una amistad cultivada por el tiempo puede provocar. Compartimos con muchos de ustedes la consternación y el dolor por una muerte dolorosamente prematura. Puede que las pérdidas personales deban recluirse en la privacidad del sentimiento más íntimo. Pero las pérdidas de carácter colectivo, cuando procede, se glosan y se honran. Y así debe ser con Manuel Iglesias. No hace falta la perspectiva sosegada y reflexiva que nos da el paso del tiempo para advertir que Manuel Iglesias fue un personaje crucial en la revitalización de la gastronomía canaria. Anticipó la importancia que tendría el hecho culinario en la proyección cultural de las Islas; supo calibrar la potencialidad de un patrimonio que no se atrevía a mostrarse en plenitud, diluido en el magma difuso de la cocina internacional, y le insufló orgullo y autoestima. Animó a cocineros y restauradores, a hoteleros y productores, a perseverar en el esfuerzo de recuperación de platos y elaboraciones de la cocina canaria que se recluían en el ámbito familiar. Siempre fue consciente del alcance de su objetivo y nunca se engañó, a sabiendas de que sólo el tiempo acabaría demostrando el acierto de su empeño. Y lo hizo a menudo cosechando incomprensión. Pero jamás titubeó. Y en el esfuerzo llegó la recompensa, y hoy, casi tres décadas después, nadie puede negar que el edificio gastronómico de Tenerife se asienta sobre cimientos mucho más sólidos.

Obviamente nada de todo esto lo consigue el esfuerzo de una sola persona. Y es en este punto donde Manolo Iglesias adquiere la importancia que muchos le reconocemos. Porque supo tejer una compleja maraña de complicidades que propició que muchas personas, empresas e instituciones se sintieran implicadas, que entendieran que la mejora de la gastronomía isleña les concernía de una manera esencial. Porque supo ver, además, que no se trataba de un espectáculo pirotécnico de consumo inmediato, después del cual solo se recogen cenizas, sino de un proceso lento que debía estimularse con constancia, y que debía guiarse por un criterio de excelencia y de calidad. Implicó a su estimado periódico en unos premios gastronómicos que alentaron la afición por la buena cocina. Consiguió que las instituciones públicas se volcaran en planes serios de mejora de la formación profesional; implicó, con sus relaciones personales, a divulgadores gastronómicos peninsulares que pudieron certificar con asombro la transformación positiva que se estaba produciendo y, a partir de su hospitalidad, ayudó a situar a Tenerife en el mapa de la gastronomía de calidad con voz propia. Y sedujo con su bonhomía y profundidad de conocimientos a muchos de los mejores cocineros del país, a quienes convocaba a menudo a visitar la isla, y que se convirtieron de inmediato en cómplices sinceros de sus propósitos.
Humildemente, permítannos el privilegio de considerarnos en esta tarea entre los pioneros, pues tuvimos la gran suerte, ya a mediados de los años ochenta, de aportar nuestro pequeño granito de arena, en unos tiempos en los que nuestra trayectoria profesional empezaba a forjarse. Y por eso damos fe. Y por eso sabemos que nada de todo esto, Manolo, lo hizo solo. Pero quienes lo acompañaron, quienes lo acompañamos, sabemos que fue un elemento nuclear, un personaje central.

Y conviene tenerlo hoy más presente que nunca, pues nuestra querencia natural nos empuja a menudo a relativizar los méritos de nuestros conciudadanos más ilustres, tratando de empequeñecerlos. Que nadie cometa ese error. Que nadie se lleve a engaño. Manuel Iglesias fue un grande, y en la medida en que consiguió con su tesón convertirnos en sus cómplices, en la misma medida su legado no debe perderse. En su momento, cuando nadie sabia de nosotros, nos convocó y acudimos. Si nos vuelven a convocar, allí estaremos.

Hasta siempre, buen amigo.