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Moralismos > Alfonso González Jerez

Uno de los descubrimientos más intranquilizadores que encuentro en analistas y políticos de la izquierda es que vivimos en una crisis moral. Más enfáticamente todavía: la vigente catástrofe, aun en sus prolegómenos, es una crisis económica y social pero, sobre todo, es una crisis de valores morales. Se lo he escuchado o leído a gente como Nacho Escolar, Alberto Garzón o Cayo Lara, entre otros referentes del progresismo patrio. La coincidencia de este diagnóstico con los periódicos regüeldos de la guardia ensotanada de la Conferencia Episcopal (por ejemplo) debería escamar a sus impulsores. No es así. De creer a Escolar y compañía la gente, pobres y ricos, era más buena, generosa y solidaria antes de la irrupción del capitalismo financiero globalizado, la burbuja inmobiliaria o las portadas de Marhuenda, abotijado epítome del frikismo ultraderechista, en La Razón. Quizás me equivoco y la bondad quedó enterrada más atrás, y todo el cuerpo social comenzó a pudrirse cuando en ese concurso, el Un, dos, tres, se inoculó ideológicamente el coche y el piso en Santa Pola como el máximo horizonte de expectativas vitales y espirituales para el ciudadano español. Pero lo dudo. Dudo mucho que la sociedad española (y canaria) de los años sesenta mostrara una salud moral (¿y qué es la salud moral?) muy superior a la de nuestros aciagos años. Si nos remontamos a la guerra civil y a la posguerra, si recordamos el miedo, la arbitrariedad, la crueldad, el resentimiento y el espanto de los años de hierro y fuego de la dictadura franquista, queda inmediatamente claro lo estúpido que resulta introducir un moralismo gimoteante o indignado en los análisis político del actual tránsito hacia una catástrofe controlada.

Más bien ocurre lo contrario. Ahora, más que hace veinte, treinta o cuarenta años, la reacción crítica hacia las instituciones y derechos democráticos amenazados o secuestrados es más intensa, aunque sea tan insuficiente. Por supuesto: en la raíz de la crisis económica está la política. La misma política cuya aniquilación se busca presentando la respuesta a la crisis como un conjunto de estrategias y fórmulas técnicas que se pretenden blindar frente al debate democrático. La Unión Europea evidencia un conjunto de deficiencias y disfunciones institucionales y jurídicas que han imposibilitado una respuesta a la crisis que preserve lo mejor del proyecto europeo: la autonomía de los individuos, los derechos políticos, la distribución equitativa de responsabilidades y cargas, la redistribución de la riqueza. El poder transnacional del capital financiero, el temor de los políticos camastrones y la tecnocracia comunitaria están configurando un escenario en el que la democracia es un precio aceptable a cambio de que el sistema bancario (y sus servicios auxiliares) se sobreviva a sí mismo, con las ayudas multimillonarias de rigor. La ética sin política es reducible a un misal. Pero tampoco voy a pedirle a Cayo Lara que se haya leído a Aristóteles.