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Nuevas formas de matar

SARAY ENCINOSO* | Santa Cruz de Tenerife

Creíamos que lo sabíamos todo sobre la violencia. Llegamos después de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, de los campos de concentración y exterminio en suelo europeo y de las primeras guerras televisadas. La capacidad de destrucción había alcanzado un nivel tan alto que estábamos convencidos de que la guerra estaba condenada a extinguirse porque solo los países menos desarrollados, los que tenían armas menos sofisticadas, podían permitírsela. En el resto de los países el perfeccionamiento de los medios bélicos era tal que la guerra se había quedado anticuada por el miedo a un suicidio colectivo: en un enfrentamiento entre grandes potencias la victoria de una implicaba la destrucción general. El futuro parecía estupendo: los tiempos de la obsolescencia programada habían demostrado que nuestras bombillas tenían fecha de caducidad, pero también la guerra.

La historia podría haber estado de nuestra parte, pero no fue así. Tenemos que reconocer que nos equivocamos en muchas de nuestras esperanzas: nos convencimos de que éramos una generación pacifista en un mundo abocado al pacifismo. Lo primero puede que sea cierto, pero hoy sabemos que el mundo que superó los experimentos totalitaristas del siglo XX no es un lugar más pacífico.

Es verdad que la Europa más desarrollada aprendió la lección de la Segunda Guerra Mundial. Al principio, la paz era extraña: un clima de incertidumbre, rivalidad y confrontación silenciosa que, con acierto, se llamó Guerra Fría. La caída del Muro de Berlín acabó con este desafío e inaguró un mundo unipolar. Desapareció el enfrentamiento entre dos modelos de entender el mundo, pero no se acabó con la violencia.

Aunque no lo parezca, la década que estamos viviendo es un buen momento para analizar las nuevas formas de violencia. Mucho se ha hablado estos años de la crisis económica que nos ha tocado vivir, de los economistas casandra que intentaron advertirnos y de las tremebundas predicciones que los organismos internacionales, en forma de infografía, han hecho circular por todo el planeta. En la era de los futurólogos y los agoreros, yo prefiero que los expertos nos desvelen lo que ya ha sucedido, todo eso que ha pasado inadvertido. Es lo que hizo, por ejemplo, Joseph Stiglitz después -es justo decirlo- de ser uno de los economistas que predijo la crisis. Hace unos años, Naciones Unidas encargó un informe a un grupo de intelectuales sobre los efectos de la crisis económica. El Nobel en Economía, que lideró el estudio, incluyó alguna referencia a las nuevas formas de violencia. “La crisis económica está haciendo más daño a los valores de la democracia que los totalitarismos del último siglo”.

Hoy que vivimos en una permanente revolución tecnológica, que todos los inventos han sido puestos primero al servicio de la guerra, la violencia está lejos de desaparecer. Muchos europeos viven hoy en un estado de excepción, con sus libertades y derechos limitados. Sus gobiernos les piden cada día nuevos sacrificios. Les hablan como si algún fenómeno natural estuviera destrozando su ciudad, su país y su continente, y nadie pudiera hacer nada contra las fuerzas de la naturaleza. Les ruegan que aguanten, que a pesar del temporal intenten reconstruir sus casas, que en ellas vivirán algún día sus hijos. Sería una bonita comparación si no fuera porque, por mucho que intenten confundirnos con el lenguaje, esta crisis no se parece en nada a un fenómeno meteorológico.

En 1967 se publicó la primera edición del ensayo de Hannah Arendt Sobre la violencia. Más de cuarenta años después sus palabras siguen siendo tan certeras como entonces. Quizás leerlas ahora nos ayude a percatarnos de lo peligrosa que puede ser la violencia que ahora ejercen los estados sobre sus ciudadanos: “La violencia brota a menudo de la rabia, pero la rabia no es una reacción automática ante la miseria y el sufrimiento. Nadie reacciona con rabia ante una enfermedad incurable, ante un terremoto o, por lo que nos concierne, ante condiciones sociales que parecen incambiables. La rabia solo brota allí donde existen razones para sospechar que podrían modificarse esas condiciones y no se modifican. Solo reaccionamos con rabia cuando es ofendido nuestro sentido de la justicia y esta reacción no refleja necesariamente una ofensa personal, tal como se advierte en toda la historia de las revoluciones, a las que invariablemente se vieron arrastrados miembros de las clases altas que encabezaron las rebeliones de los vejados y oprimidos. Recurrir a la violencia cuando uno se enfrenta con hechos o condiciones vergonzosos resulta enormemente tentador por la inmediación y celeridad inherentes a aquélla”.

Creíamos que lo sabíamos todo sobre la violencia y resultó que no era cierto. No seremos la generación que vivió en un mundo pacífico, pero todavía podemos ser la generación que dijo no al terrorismo de los mercados, que se plantó ante la violencia de sus gobiernos y que reaccionó antes de que todo se derrumbara. Afortunadamente la historia también cuenta con victorias pacíficas. Quizás así la próxima generación tenga más suerte que nosotros.

*Claroscuro