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Sonrojo > Miguel L. Tejera Jordán

Que Carlos Dívar, presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, no haya presentado su dimisión para marcharse con viento fresco a su casa -“con todo lo que le acompaña”, como ha pedido el diputado socialista Alfonso Guerra- me produce un gran sonrojo y una tremenda consternación.

Nacido en Málaga en 1941, tiene sobre sus espaldas 71 años, Y, por lo que se observa, no se mira al espejo por las mañanas después de levantarse de la cama. Si lo hiciera, descubriría a un anciano decrépito, de cuerpo y alma, que casi no puede caminar con un mínimo de soltura, ni hablar con un mínimo de energía. En la primera y única comparecencia de prensa que ha concedido a los medios de comunicación desde que ocupa el cargo, (todo un récord), le temblaban las manos, le fallaba la voz y fue tal la disfunción entre lo que pasaba por su cerebro y lo que quería explicar con su boca, que cualquiera atribuiría la tardanza a un desajuste neuronal propio de quien, con 71 años en su DNI, parece que acumula más, muchos más, en su visiblemente deteriorado espíritu.

La gerontocracia española está necesitada de una urgente renovación generacional. Un rey cazador de elefantes con cadera rota y rodilla escurrufiada precisa ser sustituido por su hijo. Y un presidente del TS y del CGPJ que flexiona las corvas cuando da dos pasos, debería largarse desde ya a tomar el sol y unos martinis a su Marbella querida, la misma a la que ha viajado tantísimos fines de semana, con gastos pagados por el erario público, destinados a alojarle en hoteles de lujo, darle de comer opíparamente, acompañarle de escoltas que le protejan no se sabe bien de qué o quiénes, quién sabe si tal vez de los ojos indiscretos de algún que otro periodista que le persigue, a la caza y captura de alguna que otra fotografía comprometedora…

Sinceramente, la dirigencia española ha perdido los papeles. Y no sólo me refiero a la dirigencia política, la que elegimos en las urnas. También a la de los altos cargos de las grandes instituciones públicas, designados a dedo, que han perdido el sentido del honor, esto es, el de la decencia y el decoro. Y que están ofreciendo a una opinión pública, atónita, una imagen de descomposición institucional nunca vista en la corta historia de esta debilitada democracia.

España pasa por una grave crisis económica de la que no sé si saldremos algún día. Pero atravesamos otra crisis mucho más grave, madre de todas ellas: una crisis de valores sin precedentes recientes.

Me produce sonrojo y rubor esta España de tantos tramposos, embusteros, mentirosos, embaucadores, marrulleros y bribones, carentes todos ellos de dignidad. Dirigentes de un pueblo que pasa hambre y cuya infinita paciencia terminará por acabarse algún día.

La España que sonroja no es la España de los trabajadores, de las familias, de los hombres y las mujeres, de los jóvenes.

La España que da miedo es la de los políticos, sindicalistas, banqueros y altos funcionarios sin escrúpulos.

Todos ellos, parapetados en poltronas de despachos alfombrados, acaban cayendo, unos en la cárcel, otros en la deshonra y el descréditos públicos.

¡Pobre señor Dívar!