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Turing > Alfonso González Jerez

En estos días se ha celebrado el centenario del nacimiento de Alan Turing, el matemático y lógico inglés que diseñó el primer computador electrónico programable. Lo hizo a finales de los años cuarenta, en el Laboratorio Nacional de Física del Reino Unido. Turing fue una de las mayores y más dúctiles inteligencias de la primera mitad del siglo XX, capaz de conciliar un extremado rigor analítico con una capacidad intuitiva excepcional. Durante la II Guerra Mundial prestó servicios como criptógrafo para el Gobierno británico. Su equipo de trabajo tenía como principal misión descifrar los códigos secretos de los nazis. Turing terminó por construir una máquina electrónica, la Bombe, que destrozó el arduo blindaje de los códigos nazis en los que se cifraban las operaciones militares y, sobre todo, las acciones de intercepción de buques y submarinos. Los trabajos matemáticos y los prodigiosos cacharros de Turing salvaron tantas vidas como la invención del radar. Trabajaba en una base de alto secreto. Nadie, en su círculo académico o personal, sabía a lo que se dedicaba ese hombre delgado, de hombros estrechos y mirada penetrante, extremadamente tímido pero siempre cortés, salvo cuando lo apasionaba un problema matemático o lógico: entonces se olvidaba de todo y podía estar abstraído, sin musitar una palabra, durante muchos días. Turing no solo fue el padre de la computación -y de la llamada inteligencia artificial, sobre cuya polémica se pronunció a menudo- sino un científico leal a su país en sus horas más dramáticas y que prestó un servicio extraordinariamente valioso.

Turing era homosexual. Un homosexual discreto en una Inglaterra que, en esa y otras materias, seguía siendo muy victoriana. En 1952 fue detenido, como consecuencia de las denuncias de compañeros de trabajo, y arrestado de inmediato. La homosexualidad todavía estaba tipificada como delito en el código penal británico. Asfixiado por la humillación y la vergüenza Turing se negó a defenderse en el proceso judicial. En la sentencia se le dio a escoger: diez años de cárcel o castración química. El matemático eligió lo segundo: quería seguir trabajando y estudiando. Dolor, inflamaciones, vómitos, impotencia permanente. No pudo soportarlo. En 1954 se envenenó con una cápsula de cianuro. Medio siglo después, con Gordon Brown de primer ministro, el Gobierno británico pidió excusas por la monstruosidad sufrida por uno de los mayores científicos y tecnólogos contemporáneos.

He recordado a Turing porque, precisamente en estos días, arrecia la vomitiva campaña de la derecha cavernaria -cada vez más desatada en este país- contra el matrimonio homosexual. Un combate político y cultural para presentar de nuevo la homosexualidad como una anormalidad patológica y que prelados de la Iglesia Católica jalean ferozmente. Son heraldos de la intolerancia, el desprecio y la imbecilidad que durante siglos condenaron a millones de hombres como Turing a odiarse, a desear la muerte, a una humillación atroz.

@AlfonsoGonzlezJ