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Según dicen los sondeos, una mayoría de los españoles cree que el sistema de descentralización administrativa que suponen los gobiernos regionales no funciona. Es la primera vez que la mayoría de los ciudadanos opinan eso desde que Suárez decidió repartir “café para todos” y puso en marcha esa entelequia política que se dio en llamar Estado de las Autonomías. A mí no me han preguntado los encuestadores, pero si lo hubieran hecho, habría tenido que afinar mucho la respuesta. Porque no lo tengo tan claro. Es cierto que las autonomías son caras e ineficaces y no resuelven los problemas, pero dicho así eso tampoco significa mucho: el Estado es mucho más caro, y tampoco resuelve una higa. Lo que ocurre es que desde los tiempos del jacobinismo, sentimos una atracción fatal por la centralización y el control del poder. El Estado tiene más prestigio que las autonomías, y eso que el Estado es hoy responsable de la mayoría de nuestras dificultades. La más importante, la deuda pública: no paramos de escuchar noticias sobre el despilfarro autonómico, pero lo cierto es que la deuda pública de todas las autonomías juntas es de 145.000 millones de euros, mientras que la de la Administración central es superior a los 550.000. Y eso en un momento en el que la mayoría de los servicios que reciben los ciudadanos, los que se llevan la mayor parte de la tajada del presupuesto -sanidad, educación, justicia, asistencia pública- se costean con dinero de las autonomías. Es verdad que en ellas ha crecido el empleo público de forma desaforada. Pero en la Administración central también.

Los estados más pobres del planeta son hipercentralistas, y los más desarrollados, más ricos y más justos, trabajan con mecanismos de descentralización efectiva mucho más potentes que nuestras autonomías: Estados Unidos o Alemania, por ejemplo, funcionan con criterios federales -absoluta descentralización, incluso de su financiación pública- y funcionan bastante mejor que España.

Yo creo que las autonomías -como les pasa también a los ayuntamientos- tienen peor consideración entre la ciudadanía porque están más próximas, y nos toca todo más de cerca. Aquí sabemos en qué se gasta el dinero, lo vemos todos los días, comprobamos de primera mano el despilfarro, la ineficiencia, el enchufismo, el nepotismo, el egoísmo y la trivialidad de nuestros dirigentes. Los que gobiernan el Estado están más protegidos de nuestra vista y nuestro juicio. Pero son la misma casta, su escalafón más alto. Y no está nada claro que su tinglado funcione precisamente mejor.