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Los cabildos insulares, que son órganos de gobierno y administración de las islas e instituciones de la comunidad autónoma, llega a centenarios en pleno debate sobre la necesidad de una reforma administrativa en sus distintos niveles. Si bien su origen se remonta al antiguo régimen y al descubrimiento de América, en Canarias su organización se inició a raíz de la conquista de las islas de Realengo, con el reconocimiento expreso de los Reyes Católicos que así lo reflejaron en los Fueros otorgados. Con el paso de los años, los cabildos acabarían convirtiéndose en la administración única de cada territorio insular hasta 1836, en que desaparecieron absorbidos por los municipios constitucionales, para regresar el 11 de julio de 1912, con la aprobación, que ahora se conmemora, de la Ley de Cabildos. Además de alumbrar una nueva organización económica, política y administrativa de las Islas, la Ley convirtió a estas instituciones en corporaciones locales con personalidad jurídica y recursos económicos exclusivos. El Gobierno de Canalejas pretendía poner punto y final al pleito insular desatado entre Gran Canaria y Tenerife, de ahí que la propia Ley contemplara repartos de organismos, sedes y cargos que más tarde acabarían con la desaparición de la Diputación Provincial, la división provincial y el nacimiento de las mancomunidades más la regulación de los cabildos en las constituciones de 1931 y 78, las leyes de régimen local del 45 y el 55 Ley de Bases de Régimen Local del 85, Estatuto de Autonomía del 82, la Ley del Proceso Autonómico del 83 y en las leyes de cabildos del 86 y el 90, esta última modificada seis años después. Desde la autonomía, las corporaciones insulares han asumido numerosas competencias y desarrollan funciones esenciales que les han llevado a ocupar un protagonismo destacadísimo en la vida política, económica y social de Canarias. El gran reto de los cabildos pasa hoy por su mejor encaje en el marco jurídico político que es preciso rediseñar para la comunidad autónoma al cabo de 30 años de autonomía; un marco que adelgace el tamaño del Ejecutivo y su Administración y fortalezca a las corporaciones insulares para, dentro de un proceso descentralizador que debe acabar en los ayuntamientos, hacerlas más ágiles, eficientes y baratas en su gestión. Y que permita, además, aplicar el principio de cercanía en la prestación de los servicios públicos, evitando duplicidades, superposiciones y responsabilidades que deben asumir otras instancias. Y es que ya se sabe: anclarse en el presente es adormecer el futuro, justamente lo que no les conviene a los cabildos en este su feliz primer centenario.