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Cuando se llega tarde

Llegaron los nuevos recortes. Y una vez más se comprueba la casi infinita capacidad que tienen los políticos para sorprendernos. Porque uno espera que los gobiernos de izquierdas apliquen recetas de izquierda; más impuestos y más gasto público. Y que los gobiernos de derechas apliquen medidas liberales; menos gasto público, menos impuestos y más economía. El problema es cuando unos y otros acaban haciendo lo mismo para desconcierto de todo el mundo.

Los datos objetivos, hasta ahora, es que tanto el gobierno de Zapatero como el de Rajoy han acudido a los mismos resortes para resolver los efectos de la crisis en España: aumentar los impuestos y cargar sobre las espaldas de la economía productiva los crecientes costos del pago de la deuda y los ajustes. Medidas de corto plazo, recaudatorias, en vez de reformas estructurales de resultados permanentes pero de efectos más lentos. No se puede negar a este Gobierno que ha comenzado un doloroso camino de recortes de subvenciones y subsidios, tal vez necesario. Pero resulta tanto más injusto cuando recae de forma unilateral en la sociedad y no en la propia burocracia.

A estas alturas de la crisis ya no se pude decir que estamos pagando los efectos de la economía del ladrillo. No todos los parados vienen del sector de la construcción y no todos los problemas financieros de nuestra banca tienen su origen en el sector inmobiliario. Es tristemente cierto que el Gobierno de Zapatero cerró los ojos cuando tendría que haber reformado “la mejor banca del mundo” al mismo tiempo que lo hacían otros países europeos, como Gran Bretaña, Alemania o Francia, que invirtieron miles de millones de euros en sanear su sistema financiero mientras aquí nos perdíamos en el Plan E. Pero el nuevo Gobierno tampoco asumió con diligencia el enorme agujero creado en las antiguas cajas, una banca pública gestionada con criterios más políticos que de mercado.

Nuestro sistema financiero está, de hecho, intervenido y el Banco de España ha perdido toda su autonomía bajo la supervisión del Banco Central Europeo. Y ello, porque llegamos tarde y mal a la asunción de un problema.

Lo peor, con todo, es que seguimos sin afrontar el segundo gran frente de nuestra crisis. El problema de una economía paralizada, de un PIB que merma y un consumo que se congela. El discurso de la austeridad del Gobierno parece dirigido sólo a las familias cuya renta disponible disminuye cada día, a sectores ineficientes condenados a la extinción (como la minería) o a las ayudas a otras áreas productivas acostumbradas en exceso a las ayudas. La subida de impuestos directos e indirectos, de los impuestos especiales y de los costos generales de las actividades (transporte, materias primas, energía, etcétera) constituye un freno para que nuestra economía siga en decadencia, nuestros costos de producción se disparen y nuestras exportaciones sean menos competitivas.

Y resulta aún más deprimente si se tiene en consideración el discurso que se encuentra en la oposición, cuya única finalidad es rentabilizar el desgaste que el Gobierno ocasiona al Partido Popular, sin ningún sentido de estado y sin más responsabilidad que pedir con una mano menos impuestos y con la otra más gastos, con una mano negar los recortes y con la otra pedir más reformas. El pensamiento de urna ha llegado a tal paroxismo, que hasta el líder de la oposición, Alfredo Pérez Rubalcaba, ha sido criticado por plantear la posibilidad de un pacto de estado, un gran acuerdo de los dos grandes partidos para la salvación de España. Poco más se puede decir de algo que parece tan claro y coherente.
Los conservadores llegaron al poder para rescatar el prestigio internacional de España. Para aplicar una profunda reforma a una administración deficiente, enorme y costosa. Para situarnos en el horizonte de Europa quitándonos el cuento del milagro español que habíamos construido a base de ladrillos y deuda. Pues bien, no han dado ni una. Primero, porque a la administración a estas alturas no le ha tocado asumir ningún cambio estructural. Segundo, porque la tasa de prestigio internacional de España está en mínimos históricos y su deuda a un paso del bono basura. Y tercero, porque nos estamos haciendo europeos, pero sólo por la vía de los impuestos que pagamos.
Todos esperábamos, además, una transformación de los modos de una administración decimonónica. Pero este galimatías, en el que las culpas viajan de las autonomías al Gobierno central -y la solución a todos los males consiste en pedir más dinero prestado, subir más y más impuestos y atacar el núcleo de un consumo congelado con más medidas para enfriarlo (eliminar pagas extras de funcionarios, reducir subsidios de paro, recortar pensiones, copagos sanitarios, más IVA)- consiste en una tibia reforma apoyada realmente en más de lo mismo.
Sobrevivir no es cambiar. Recortar no es transformar. Y España saldrá de esta -porque saldrá- con los mismos errores. No sólo podemos perder el tiempo y estar a la cola de los países desarrollados, sino que habremos perdido la oportunidad de eliminar los vicios y lastres de un país que supo hacer la primera transición y naufragó clamorosamente en la segunda. La que afectaba al tronco de los privilegios y gastos desmedidos de la propia administración. Tal vez porque aquí funcione ese viejo axioma que establece que uno está poco dispuesto a reformar algo cuando el reformado es al mismo tiempo el reformador.