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El yacimiento de la niñez

El eminente arqueólogo Antonio Tejera Gaspar Hijo Predilecto de Arico, en su visita a El Río. | DA


Vicente Pérez | Arico

En El Río sopla un viento fuerte que no se lleva las palabras de los viejos, porque en este barrio de Arico están pegadas a la tierra como la roca viva. De los ancianos de ese lugar, precisamente, aprendió Antonio Tejera Gaspar sus primeros conocimientos, durante su niñez, en los años cincuenta del pasado siglo.

“Yo no tenía libros en mi infancia, mis libros fueron la tradición oral de los mayores”, explica este catedrático de Arqueología de la Universidad de La Laguna, uno de los mayores conocedores de los guanches, galardonado con el Premio Canarias de Investigación Histórica, y al que se añadió el año pasado otro reconocimiento: el de Hijo Predilecto de Arico, por acuerdo unánime del pleno del Ayuntamiento.

El eminente arqueólogo, con muchos libros a sus espaldas sobre el pasado aborigen y una larga carrera como profesor universitario en Tenerife y Sevilla, recorre el barrio donde nació hace 66 años, hijo de unos venteros, y nieto de un cabrero de Chimiche y de un carpintero de El Salto. La vivienda donde vino al mundo ya no está, pero él la ve, con el prodigio de la memoria, entre los muros de una moderna construcción. “Nací el 5 de abril de 1946 a las tres y media de la madrugada, en una casa de tejado a dos aguas que estaba aquí, en el número 36, donde hubo una escuela en la que estudié, con el maestro don Jacinto”.

Su calle, por donde se lanzaba con carros de madera, fue la San Bartolomé, columna vertebral del barrio, atravesada por la Carretera Vieja del Sur. El Río floreció en los siglos XVII y XVIII gracias a los nacientes de agua. “Toda esta zona pertenecía al menceyato de Abona. Este era un barranco de agua continua, que aparece en las datas de repartimiento de tierras del siglo SVI, y que se repartió entre 18 propietarios originales; con ella se cultivaba la zona de Las Majadas del Río, una tierra de mucha calidad y espaciosa”, explica Tejera, guareciéndose del impulsivo eolo, que casi impide conversar en la calle. Eso le lleva a recordar unas palabras de su madre: “Me decía que El Río es un infierno cuando sopla así, y es que esta es la tierra del viento”.

Camino a la iglesia, Tejera tiene una visión: “ Por esta carretera era raro ver un coche, como aquel fúnebre, un Ford, que pasó en 1956 con el féretro del arquitecto Enrique Marrero Regalado”. Lo evoca como si sus ojos fueran un proyector de imágenes antiguas sobre el asfalto moderno. Refiere que allí se hospedó la poetisa cubana Dulce María Loynaz, cuyo marido era de El Río. Tejera estudió el bachillerato en la academia de San Alberto Magno, de Granadilla, y a los 14 años empezó a estudiar Filosofía y Letras, especialidad de Geografía e Historia, en la Universidad de La Laguna.

“Paso con mucha frecuencia por aquí; la cultura tradicional que viví me ayudó a entender el pasado”, asevera. Un mundo en el que la huella guanche sobrevivió “en la toponimia, en la gastronomía, en el pastoreo; y hasta fines del XVIII y el XIX debieron de pervivir formas y costumbres aborígenes que no chocaban con la nueva sociedad creada tras la conquista; incluso en mi infancia aún vivía en esta zona mucha gente en cuevas”. El arqueólogo, con esa humildad que sólo tienen los sabios, ha dado una lección de historia mientras paseaba por El Río. Acaba la visita. Allí Tejera parece excavar en el yacimiento de sus primeros recuerdos y haber dado con el hallazgo de sí mismo.

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Las pequeñas huellas de la historia

En la calle de su infancia, Tejera se para de repente y se acerca a una esquina de madera pintada de verde en una casa antigua. Pero es algo más que una esquinera: con ternura señala y acaricia una fecha grabada (“1855”). “De niño me encantaba venir aquí a pasarle la mano a esta inscripción”, cuenta, emocionado.

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En la iglesia

Tejera se adentra en la iglesia de San Bartolomé por la vieja puerta, como quien atraviesa la membrana del tiempo. “Tengo recuerdos gratísimos de cuando fui monaguillo, con el párroco Juan Velázquez, y siempre miraba una inscripción en el artesonado”, dice, mientras comprueba con alegre sorpresa que aún está allí, resaltada con pan de oro: “A 4 DIC 1674 AÑO”. Bajo el campanario, el catedrático empuña, como aferrado a un recuerdo, la soga que hace sonar las campanas. Se fija en la imagen de una Dolorosa, elegida por él a mediados de los años sesenta, y traída de Olot. “No soy religioso, aunque sí me interesa muchísimo el fenómeno religioso, tan imbricado en el mundo antiguo que es imposible disociarlo”, aclara.