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Juan Ramírez de Lucas> Luis Ortega

Un mes antes de su asesinato y del anuncio de la rebelión militar de Franco, Lorca animaba a su último novio con el horizonte que se abría ante su futuro, desde un viaje a México, donde la eximia Margarita Xirgu quería representar al dramaturgo español, al que había paseado con el mayor éxito por Argentina. “Como te conozco sé que vencerás todas las dificultades porque te sobra energía, gracia y alegría, como decimos los flamencos, para parar un tren”, escribía el poeta granadino a Juan Ramírez de Lucas (1917-2010), un albaceteño de buena pinta que merodeó en torno al grupo del 27 y se convirtió en solícito acompañante del autor de Yerma. Escribimos en un guarismo trágico del que se cumplen hoy setenta y seis años y que conserva dolorosas secuelas para los familiares de las víctimas. Pero no quiero, para escaparme por una vez del rito, hablar de guerra, sino de paz; ni lamentar, una vez más, la sangre derramada, sino llamar a la urgencia de la reconciliación, sobre bases justas que den digno acomodo a los muertos y restablezcan la dignidad de los vencidos. En los primeros años ochenta y por encargo oficioso de mi admirado César Manrique busqué, primero en La Palma -como era natural, sin resultado- un lugar para ubicar la espléndida colección de arte popular del último amor de Federico. Fue entonces cuando conocí esta historia, difundida tras la muerte del etnógrafo, folclorista, pintor y estimable poeta albaceteño. Ramírez fue autor de un solo libro y dueño de una espléndida selección de manufacturas de toda España y, además, en su casa de Madrid conservaba libros, revistas, fotografías y autógrafos de los rutilantes protagonistas del lustro republicano y originales del asesinado en el barranco de Víznar, cuyos restos para extraña satisfacción de ciertos periodistas andaluces y, curiosamente, de la fundación de su nombre, no aparecieron en unas excavaciones parciales realizadas en el lugar y canceladas sin explicaciones. Tuve ocasión de conocerle en Madrid y valorar algunos de los tesoros afectivos cuyo destino final, por carga simbólica y rigor selectivo, deberían guardarse agrupados; lamentablemente, la oportunidad canaria se perdió y César, su anfitrión, que era un isleño integral pensó en La Palma, cuyas artesanías estimaba en gran medida. Heredero del silencio obligado, con el triunfo de la libertad hablaba con mesura y grata precisión de aquellos españoles sacrificados por la inclemencia y el exilio y guardó un silencio, cuasi religioso, por el remitente de una última carta de ilusiones rotas.