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La democracia figurativa nos aprisiona > Leopoldo Fernández Cabeza de Vaca

Esta semana hemos vivido un nuevo episodio que confirma la degradación democrática que vive el país. Aunque los políticos de los dos principales partidos nacionales, PP y PSOE, se obstinen en presentar a los ciudadanos determinados acuerdos alcanzados -dicen ambos- como fruto del consenso y la defensa de los intereses generales, en realidad se trata de meros pactos interesados, puro chalaneo, reparto a conveniencia de la tarta del poder. Me refiero a la propuesta de renovación de cuatro de los puestos del Tribunal Constitucional (TC), la elección de la figura de Defensor del Pueblo, vacante desde 2010, y la remuda de los miembros del Tribunal de Cuentas y de la Junta Electoral Central.

Durante años, las dos formaciones políticas citadas mantienen una batalla soterrada en defensa, vía bloqueo, de sus respectivos candidatos para cubrir determinados puestos en las instituciones, a medida que se producen las vacantes. Cada uno defiende su interés particular y se agarra a la cuota de poder a la que cree tener derecho en ese reparto puro y duro de cargos en que se ha convertido la renovación de los distintos órganos previstos en la Constitución. O del Estatuto de Autonomía en el caso de Canarias, porque aquí se ha reproducido la misma política de chalaneo en la Audiencia de Cuentas, el Diputado del Común, el Consejo Consultivo y el Consejo de Administración de la Radiotelevisión Pública Canaria, por ejemplo, con la diferencia de que el reparto canario solía dividirse en tres partes -PP, PSOE y CC- y ahora de hace en dos, tras la renuncia del PP, por razones estratégicas, a entrar en el juego.

Volviendo al principio, de los cuatro candidatos al Constitucional -dos propuestos por el PP, dos por el PSOE tras escuchar a CiU, que quería un catalán, y lo logrará-, uno cubre la plaza vacante producida en 2008 por la muerte de un magistrado y los restantes, el término de los correspondientes mandatos, en noviembre de 2010, de tres miembros del alto tribunal, que hace poco más de un mes se vio obligado a dar un ultimátum a Gobierno y oposición y amenazar con medidas “muy drásticas” a la vista de la dejadez existente. Cuestionado por no pocas resoluciones polémicas y más que discutibles -la legalización de Sortu, por citar un ejemplo, al corregir las sentencias del Tribunal Supremo, negándole así su esencia de última instancia judicial-, la principal obligación de sus nuevos miembros del TC debería centrarse en la recuperación de la independencia y credibilidad de la institución, que tiene pendientes sentencias sobre el matrimonio homosexual, la Ley del Aborto, la condena de Otegui y otros líderes batasunos, la ‘doctrina Atutxa’, la reforma laboral, la amnistía fiscal, la Ley de la Carrera Militar y el copago sanitario.

En el reparto de cargos, el PP ha propuesto como Defensora del Pueblo a una exministra y exdiputada Soledad Becerril, y como adjunto, el PSOE ha nominado a un diputado de largo recorrido, Francisco Fernández Marugán, lo que otorga a ambos cargos un indeseable perfil político. ¿No había otros posibles candidatos verdaderamente independientes, sin recorrido político previo? Lo mismo puede decirse del profesor Ollero, catedrático y exdiputado popular durante cuatro legislaturas, que pasará ahora, previa ratificación de las cámaras legislativas, al Constitucional. Su prestigio no está en cuestión, y tampoco su idoneidad, aunque sí su procedencia partidaria; ojalá ésta no se manifieste, como hasta ahora ocurre con todas las resoluciones, a modo de reflejo mimético de la extracción ideológica o ‘de cuota’ de cada miembro del Tribunal. Resulta tan escandaloso que hasta se adivina antelación lo que va a votar cada uno a la hora de fijar posiciones sobre las sentencias: basta mirar, ya digo, su procedencia originaria.

En la renovación que ahora toca en el Tribunal de Cuentas, su futuro presidente, Ramón Álvarez de Miranda, aunque antiguo diputado por UCD, es consejero de la institución desde hace más de diez años, auditor por oposición y tiene, como los futuros miembros pactados entre populares y socialistas, un perfil más técnico que político. Lo mismo sucede en las vocalías de la Junta Electoral. El Tribunal de Cuentas tiene la importantísima misión, que hasta ahora no ha ejercido como Dios manda, de fiscalizar las finanzas públicas desde criterios de rigor, austeridad e independencia. Justo lo que ha faltado, también desde el Banco de España, en el pasado reciente, de ahí la especial virulencia de la crisis que sufre nuestro país, a la que ha contribuido el descontrol del gasto y la alegría financiera de los últimos años.

Así que estamos ante una democracia degradada, figurativa, que se salta la esencia misma de la Constitución y el sentido del Estado y, mediante un cambalache, prepara simulacros consensuales en reuniones privadas -unas veces en restaurantes, otras en sedes partidarias, siempre cobijados de la curiosidad periodística-, a espaldas de la transparencia pública y del cotejo y control del Parlamento y a costa del ninguneo de los pequeños partidos a los que se les dan por hechos los nombramientos, salvo en los casos en que la necesidad de votos aconseja lo contrario. Y más que premiar méritos, competencias y capacidades, es decir, elegir a los mejores procedan de donde procedan, se prefiere y se cocina la proximidad ideológica, el amiguismo, el apoyo incondicional o, cuando menos, la posibilidad de que quien sea elegido siga instrucciones, o defienda intereses, partidistas.

Por otro lado, el Parlamento debería ser el centro de la vida democrática; no es sólo por cuestión de representatividad y legitimidad: para el debido respaldo ciudadano y su obligada credibilidad, importa el efectivo control del Gobierno, la canalización de las inquietudes ciudadanas, la pureza de sus actuaciones, la eficacia de sus acuerdos, la transparencia de sus actos y la oportunidad y responsabilidad de los mismos. En estos momentos, nuestra vida democrática es lamentable, paupérrima, con un parlamentarismo que bordea el ninguneo y el silencio por la renuencia del PP y su principal líder a dar cuenta sistemática de las actuaciones del Gobierno y de la marcha general del país. Como viene haciendo, por ejemplo, Monti en Italia desde que llegó al Poder. O como hacen los líderes de la Europa Occidental. ¿Cómo es posible que, por hablar sólo de lo más reciente, con los escándalos que se han producido a cuenta del caso Bankia -ya felizmente judicializado-, los gastos inexplicados e inexplicables del presidente del Tribunal Supremo, la filtración desde una dependencia oficial de la ministra de Trabajo del ERE presentado por el PSOE, la huelga minera o los incendios forestales de la Comunidad Valenciana, ni Rajoy ni sus ministros hayan acudido, presurosos y con la mejor disposición, a ofrecer explicaciones o a facilitad la creación de comisiones de investigación? Con la confortable mayoría absoluta de que dispone, basta con votar -o no votar, según la necesidad- para echar abajo cualquier pretensión de la oposición política. De ahí que el término ‘regeneración democrática’ en boca de representantes del PP suene a hueco, a sarcasmo, e invite a la sonrisa cuando no al llanto y el lamento.

Trasladado el panorama a Canarias, casi cabría hablar más de lo mismo porque aquí los escándalos no son menores -valgan como ejemplo las concesiones de emisoras de radio y TDT, las idas y venidas del PSOE sobre acuerdos del Consejo de Gobierno, los recortes de sueldo ridículos en algunas instituciones, la política ciega y cerril sobre las prospecciones petrolíferas, el retraso inconcebible en la reestructuración de la Administración pública y la aprobación del nuevo Pecan, el expediente abierto a una funcionaria por el corte de mangas ante una pancarta, las condenas de algunos alcaldes y mandamases que, no obstante, siguen en el machito, y hasta con redoblados apoyos de sus partidos, etc., etc.- y la deriva democrática clama también al cielo. Si a ello unimos la debilidad extrema de los líderes de CC y PSOE, socios de Gobierno, como quedó reflejado en sus recientes congresos, la brutal subida de impuestos canarios y la persistencia de las políticas de confrontación con el Gobierno central, obtendremos un panorama más que preocupante. Y todo ello en medio de una crisis sin final, con un paro que no cesa, ante nuevos recortes empobrecedores y pendientes de negociar el REF -nuestra razón de ser económica como comunidad diferenciada- con Madrid y con Bruselas, en momentos de rebajas, ajustes y pérdida acelerada de derechos y de buen entendimiento bilateral.

La democracia es también equilibrio y división de poderes, comportamiento ejemplar de las instituciones y eficaz y ejemplar desempeño de la representación que ostentan los parlamentarios, más desde luego como representantes de la soberanía popular que como miembros de unas listas o de un partido que las elabora con criterios interesados de bloqueo y cierre. Como dice mi tocayo Leopoldo Abadía, todo es cuestión de decencia, y ésta debería extenderse también a las elecciones para el Consejo de Estado, la Fiscalía, el Consejo Económico y Social y el Consejo de Administración de RTVE, que esta vez ha quedado al margen de todo por el empecinamiento del PP, ante el bloqueo del PSOE, de controlar la televisión pública.

Por el momento no se ha llegado a acuerdos sobre el órgano de gobierno de los jueces, muy desprestigiado desde que en 1985 Felipe González se empeñó en que los veinte miembros del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) fueran elegidos por los partidos con representación parlamentaria. Se trata de dilucidar si a partir de ahora ocho de los veinte miembros del CGPJ han de ser designados por Congreso y Senado y doce por los propios jueces, como desea el Gobierno, o si se mantiene la actual y politizada situación.

El asunto tiene gran trascendencia ya que es este órgano el que, entre otras cosas, discrecionalmente elige a los presidentes de sala y magistrados del Supremo, Audiencia Nacional, Tribunales Superiores de Justicia y Audiencias Provinciales. La reforma en estudio propone también nuevos criterios de transparencia, dedicación, retribución y formación de comisiones, así como modificación del sistema de mayorías para la toma de decisiones.

Como colofón, y siguiendo las líneas inspiradoras del Código Ético para Políticos que custodia el Parlamento e Cataluña, cabe decir que la salud democrática de una nación depende, en buena medida, de la calidad ética de sus ciudadanos y de sus representantes políticos. El fortalecimiento de las instituciones y su credibilidad está sujeto a muchos factores, pero sobre todo a la confianza que sean capaces de generar en la ciudadanía; confianza que se gana con buenas prácticas y ejercicio de virtudes cívicas. La honestidad, la lealtad, la veracidad, la ejemplaridad, la austeridad y la capacidad de servicio son actitudes básicas que todos los ciudadanos advierten como esenciales, independientemente de las opciones políticas. Sólo si estos valores son respetados en el ejercicio democrático, la ciudadanía será capaz de reconocer el noble y digno oficio de la política como servicio de interés general y valorarlo como corresponde.