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La madre que nos parió> Carmelo J. Pérez Hernández

A la Iglesia se le acusa a menudo de haber enterrado bajo siete llaves el espíritu original con el que la parió su fundador, nuestro Señor Jesucristo.

Se nos echa en cara que huimos voluntariamente de la simplicidad del que no llevaba alforjas ni túnica de repuesto, que recurrimos a la pompa y al lujo para hacer solemnes nuestras ceremonias sin insistir en que su grandeza reside en la sola presencia de Dios. Se nos critica que el ropaje de nuestras telas, también las físicas, nuestras influencias, nuestros trapicheos internos, nuestras corralas, nuestros privilegios… que todo eso y mucho más ha tejido una tupida maraña de distracciones que nos despista de lo que somos.

Con la mano en el corazón y con el corazón en nuestras palabras, no podemos negar una parte de verdad en semejantes sentencias. Otra cosa será que sus voceros sean a menudo personajillos o instituciones interesadas en hacernos daño de forma indiscriminada. Y que puestos a comparar, la mayoría de veces salimos ganando. Pero ese es otro tema y la verdad es verdadera, provenga de quien provenga.

No es que tengamos que volver a la precariedad de las catacumbas, ¡ya quisieran algunos! Ni que no necesitemos recintos apropiados donde albergar nuestras actividades, tan distintas ya en número y forma a las de los días primeros de la Iglesia recién amanecida. No es que tengamos que renegar de 21 siglos de Historia y de la belleza. Y tampoco tenemos que claudicar ante la demagogia de quien postula la venta de todos nuestros tesoros para acabar con el hambre en el mundo. ¡Como si hubiera alguna institución sobre la Tierra más comprometida con esa lucha!
Sin embargo, sí es cierto que el siglo XXI y el ya cercano Año de la Fe promovido por el Papa nos ofrecen la oportunidad de repensarnos en múltiples aspectos. Uno de ellos es nuestra imagen pública, un ejercicio de discernimiento que es más que un ensayo de estética. Reflexionar en cómo nos ven los otros puede darnos pistas sobre si velamos o revelamos el rostro de Dios.
Nos sabemos instrumentos frágiles, siempre imperfectos comparados con el encargo que hemos recibido de transmitir la fe. Pero tamaña verdad no es excusa para enquistarnos en nuestros vicios y perpetuar así en el tiempo el polvo del camino. Y 21 siglos de caminos dan para mucho polvo.

Será preciso oírnos atentamente para determinar si nuestro mensaje es una invitación a descansar en Dios, o más bien un cúmulo de insensateces e improvisaciones que nacen de nuestra falta de fe y de esperanza. Nos preguntaremos sobre nuestras actividades, sobre las que repetimos año tras año y sobre las que ponemos en marcha. Algunas llevan tiempo oliendo a muerto, si se me permite la opinión.

Miraremos a los hombres y mujeres a los ojos buscando sus más nobles y radicales anhelos, y luego nos miraremos al espejo de nuestra alma para saber si estamos realmente al servicio de los ideales más nobles. Tendremos que dejar que hablen los que más saben, los que más aman, aunque no sean los que más brillen.

Habrá que hacer algo, ¡seguro!, para cultivar el bello rostro de la Iglesia, la madre que nos parió a la fe. A veces, en algunos aspectos, mirando hacia determinados sitios, no es extraño que a muchos les parezca una mala madrastra.

@karmelojph