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Libertades de expresión > Juan Hernández Bravo de Laguna

Entre los graves problemas de la corrupción política y social española, que todo lo contamina, se encuentran los que atañen a la tan traída -y mal entendida- libertad de expresión, vara de medir de una genuina democracia y en nombre de la que tantos desmanes se perpetran.

El análisis de la libertad de expresión en los medios de comunicación debe referirse, con carácter previo, al derecho “a comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión”, como dispone literalmente el artículo 20.1.d) de la Constitución. Porque, aunque son substancialmente diferentes, se trata de derechos y libertades íntimamente relacionados: incluso vienen reconocidos en el mismo artículo y párrafo constitucionales. Un ciudadano anónimo, sin acceso a ningún medio de comunicación y con nulas posibilidades de difusión, puede ejercer su particular libertad de expresión, a pesar de que su ámbito de influencia sea más que limitado y nula o casi nula la repercusión social de ese ejercicio suyo. Y, en teoría, también un ciudadano anónimo puede ejercer su derecho a “recibir” libremente información “veraz”, siquiera sea leyendo o no leyendo determinada prensa y haciendo zapping en la radio y la televisión. Pero, ¿cómo puede un ciudadano anónimo “comunicar” libremente información “veraz” si no tiene acceso a ningún medio de comunicación? ¿Con panfletos y octavillas fotocopiadas? Pues únicamente mediante la vía informática de los correos, blogs, páginas web y similares, que le permite el actual desarrollo tecnológico. Y eso solo en la medida en que tenga acceso a esos recursos, que, por cierto, no existían cuando se aprobó la Constitución. De modo que el derecho a “comunicar” libremente información “veraz, por cualquier medio de difusión” constituye un derecho singular -singularísimo- dentro del panorama de los derechos y libertades fundamentales. Y es singularísimo porque es un derecho cuyo ejercicio, en su práctica material, está vedado a los ciudadanos comunes y reservado solamente -en un culmen de corporativismo- a aquellos ciudadanos que posean título de periodista -de “profesionales de la información”, según se les llama en este país-. A mayor abundamiento, el propio texto constitucional refuerza esta conclusión corporativista al usar la expresión “por cualquier medio de difusión”, si bien no excluye los panfletos y octavillas, claro. El periodismo se erige así en la única profesión diseñada para monopolizar un derecho que debería estar abierto a toda la ciudadanía, el derecho a “comunicar” libremente información “veraz” “por cualquier medio de difusión”.

En la prensa regional y local -en un sector de ella, al menos- es posible que un ciudadano anónimo vea publicado su personal contribución informativa. Y es posible, asimismo, una colaboración habitual sin ataduras; buena prueba de ello son nuestros artículos semanales, que se acogen al espacio en libertad que les brinda DIARIO DE AVISOS. Pero en la prensa, la radio y la televisión nacionales la elección de colaboradores habituales y tertulianos está estrechamente tasada por criterios ideológicos y de audiencia, y la gestión de invitados es draconiana: ¿cuántas veces hemos oído eso de “las preguntas las hago yo”? Al ciudadano de la calle solo le quedan las cartas al Director, que son publicadas o no publicadas, y casi siempre extractadas o resumidas. Y en ciertos medios, unos Defensores del lector vacíos de contenido y de efectividad real.

¿Son, entonces, los periodistas profesionales los monopolizadores del derecho a “comunicar” libremente información “veraz, por cualquier medio de difusión”, en detrimento de la ciudadanía? No exactamente. Porque, aunque en principio lo son, esa labor profesional suya ha de ejercerse necesariamente en un medio, cuya propiedad determina su denominada “línea editorial”; en otras palabras, su sesgo ideológico, que en algunos casos es sencillamente brutal y excluyente. Así pues, el capital determina en última instancia ese derecho a “comunicar” libremente información “veraz”. Si ese capital está dividido, tal división puede permitir eventualmente un cierto pluralismo informativo. Pero si radica en manos únicas, su sesgo corre peligro de alcanzar dimensiones democráticamente insoportables. Y un derecho que debería ser patrimonio del conjunto de la ciudadanía pasa a ser propiedad exclusiva de esas manos, que, entonces, desde su posición de privilegio, serán las únicas que podrán esgrimir frente a todos, ahora sí, su libertad de expresión.

El panorama descrito constituye un peligro para la democracia, por supuesto, además de conculcar gravemente la igualdad establecida por el artículo 14 de la Constitución. Se nos dirá que ese monopolio informativo del capital puede ser contrarrestado con eficacia por el ejercicio del derecho a “recibir” libremente información “veraz”. Decíamos antes que es un derecho que, en teoría, también un ciudadano anónimo puede ejercer. Sin embargo, ese argumento no deja de ser una falacia que se alimenta de otra: la pretendida distinción entre información y opinión. Y, oprimido entre las dos falacias, el ciudadano anónimo -y con él la propia democracia- quedan indefensos ante la abrumadora libertad de expresión del capital informativo, que sustituye a la libertad del ciudadano.