me pagan por esto > Alfonso González Jerez

Salvar la política de sí misma > Alfonso González Jerez

Mientras el Estado español se encamina hacia el default -salvo que el Banco Central Europeo ponga de nuevo en funcionamiento la manguera financiera para que bancos y fondos puedan comprar más deuda patria, lo que únicamente significa ganar más tiempo- se suceden los análisis, las denuncias, las manifestaciones y concentraciones, el cabrero ciudadano. En el Gobierno de Mariano Rajoy el asombro y los nervios, el miedo y la irritación solo encuentran su contrapeso en una soberbia autista y agorafóbica, cuya perfecta metáfora la ofrece el jefe del Ejecutivo, que ni asiste ni participa en el debate de convalidación del paquete de medidas económicas y fiscales celebrado en el Congreso de los Diputados y que terminará por hundir el país, pauperizar a las clases medias, aumentar el desempleo en varios cientos de miles de personas más, colapsar los sistemas públicos y potenciar el riesgo de ruptura institucional. Rajoy se encastilla en su despacho monclovita y solo aparece diez minutos antes de la votación para luego salir a escape. A este caballero tartamudeante y solipsista nadie, absolutamente nadie, se lo puede tomar ya en serio como presidente del Gobierno. El fracaso del PP es un capítulo provincial y provinciano del fracaso de Europa y el fracaso del proyecto europeo -errores estratégicos en su construcción política o en su insuficiente arquitectura económica y fiscal al margen- es el fracaso de la autonomía de la política frente al capital financiero globalizado. Esto no debe entenderse como una disolución de responsabilidades de las élites políticas y empresariales españolas en absoluto. Pero la responsabilidad no es de la Constitución, del estado de las autonomías, de los servicios públicos o de unas clases medias y trabajadoras que, con la excepción parcial del funcionariado, han perdido su poder adquisitivo en los últimos quince años y no encontraron otra vía para mantener sus ingresos que el crédito bancario. La responsabilidad central en la caverna española está en las complicidades -a menudo delictivas- entre las élites políticas y empresariales indicadas, que han pervertido el sistema político-institucional para un saqueo a gran escala de los recursos públicos y una manipulación torticera de la legislación, y que tiene en la Comunidad de Valencia -que se declaró en quiebra de facto el pasado viernes- un ejemplo quintaesenciado.

Lo peor de esta situación -la quiebra del Estado, los recortes que inciden directamente en la salud, la educación y en general la calidad de vida de trabajadores y clases medias, el aumento de la pobreza y la exclusión social- es que se presenta como ineluctable. Intuitivamente sabemos que no lo es y, sobre todo, que no debe serlo, por un imperativo moral cuyo valor es muy superior a cualquier ingenuidad que se le pueda achacar. La Historia no es un proceso inmutable y necesario, sino el terreno más radicalmente obvio de lo contingente. La mera pretensión de que lo que está ocurriendo es (y será) inevitable es un agravio moral que presupone, además, que la política -la pluralidad de proyectos colectivos autónomos y diferenciados- ha sido clausurada para siempre, y con la política, los principios democráticos y los derechos ciudadanos. Lo que está en riesgo, por tanto, es la democracia misma. Una democracia que, desde la derecha en el poder, se pretende reducir a una cuestión procedimental y un conjunto de normas operativas, vaciándola de cualquier sentido social, educativo y cultural, para luego, en previsión de críticas y protestas, torpedearla desde el mismo código penal y los medios de comunicación públicos y afines. No tiene otro sentido, por ejemplo, la anhelada inclusión en el Código Penal de penas de hasta dos años de cárcel para todos aquel que ose en convocar “algaradas” a través de los medios sociales. La definición de “algarada”, por supuesto, será lo suficientemente polisémica para que quepa cualquiera. Cuando la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría manifiesta su “respeto” por las manifestaciones sabe que sus colegas de Justicia e Interior trabajan intensamente para reducir en un futuro inmediato las manifestaciones a su mínima expresión a través de la amenaza, el amedrentamiento o la cárcel. En el pantano mefítico de la recesión económica engorda la bestia del autoritarismo. Si los estabilizadores sociales clásicos desaparecen o menguan sustancialmente -el seguro de desempleo, las pensiones, las indemnizaciones por despido, la universalidad de los servicios públicos- deberán ser sustituidos por las fuerzas de orden público.

Este caos progresivo enmascarado de orden virtuoso está generando, sí, protestas ciudadanas cada vez más amplias y repetidas, pero también una polifonía realmente embrutecida en el seno de las izquierdas españolas. El ataque de los mercados financieros y de un Gobierno -y una UE – que se pliega lacayunamente a los mismos es tan brutal y canallesco que las izquierdas están desenterrando mercancía ideológica que se consideraba definitivamente herrumbrada e inservible. Y a menudo contraproducente. Así que se reavivan los viejos ensueños revolucionarios y se adhieren a las mayores cafradas sin problemas políticos o metodológicos, hasta el punto de volverse a oír que la democracia representativa es un camelo y las libertades constitucionales “libertades meramente formales de las democracias capitalistas”. Es inútil apuntarlo, pero deberían leer a Castoriadis para saber qué son, en qué consisten y dónde tiene su origen histórico y social las llamadas, por el marxismo más catecuménico, “libertades formales”. “Estos derechos y libertades”, resalta Castoriadis, “no han nacido con el capitalismo ni han sido reconocidos por él. Reivindicados inicialmente por la protoburguesía de las comunas desde el siglo X, han sido arrancados, conquistados, impuestos a través de luchas seculares del pueblo (en las que no sólo han jugado un papel importante los estratos desfavorecidos, sino también la pequeña burguesía)… Allá donde solamente han sido importados, han sido casi siempre débiles y frágiles (consideremos el caso de los países de América Latina o Japón). Además, estos derechos y libertades no se corresponden con el “espíritu” del capitalismo; este último exige más bien el one best way de Taylor o la “jaula de hierro” de Max Weber. Son “los derechos y libertades formales” aquellos que, precisamente, el actual Gobierno intenta menoscabar a través de sus falaces reformas y de sus cambios legales y normativos y resulta realmente estúpido escuchar a las izquierdas denigrarlos como despreciables tonterías en las que no cabe perder un minuto.

No cabe registrar ningún sujeto de cambio revolucionario. Hace siglo y medio las clases resultaban una evidencia a simple vista. Desde hace décadas no es así y, por favor, nada de despreciar a la gente desde esa repulsiva superioridad moral de la que tantas izquierdas se han valido durante demasiado tiempo (¡esos obreros empecinados en convertirse en clase media!).Tal y como explica Michel Onfray (Política del rebelde) lo que ofrece el espacio social ahora mismo es “una serie de esferas que se entrelazan y en las que todos habitan según lógicas determinadas en cada caso… y que explican más precisamente la realidad y representan mejor la situación del capitalismo tras varios siglos de plasticidad y metamorfosis … El entrecruzamiento de círculos sociales recorta el de los registros simbólicos, éticos, metafísico, ontológicos, religiosos, geográficos e históricos…” Después de los últimos recortes y ataques a la mayoría social del Gobierno de Rajoy en las manifestaciones ya pueden verse parados de la construcción, jubilados temerosos, funcionarios furibundos, jóvenes universitarios airados, pequeños empresarios semiarruinados y hasta bomberos disconformes. Pero a esas concentraciones de ciudadanos solo cabe definirlas como una “coalición negativa”, no como un conjunto de intereses articulados política o simbólicamente. Si se crearan un millón de puestos de trabajo-basura o fuera reimplantada la paga extra de Navidad a los funcionarios (es una mera hipótesis para comprender mejor la situación) la coalición se rompería al instante. Confundir casi entusiásticamente protesta con contenidos propositivos, manifestaciones con demandas de transformación social o revueltas con revolución deviene un error pueril y hasta peligroso para las mismas izquierdas.

Y escribir esto no es encapsularse en ningún fatalismo. Es intentar comportarse con un mínimo de madurez y no renunciar a buscar la lucidez en este escenario catastrófico. Es reclamar, en definitiva, estar a la altura en una situación tan dramática como compleja: el reformismo en el interior del sistema político tiene un margen de maniobra muy reducido y las alternativas globales, proclamados desde una óptica revolucionaria, se asemejan demasiado a un parque temático de los Buenos Deseos Progresistas. Los ingrediente básicos para otra política, para salvar a la política de sí misma, deberían ser un análisis solventes y una alternativa verosímil para salir de la recesión socieconómica, una reinvención de la participación política que sustituya a la forma-partido y una internacionalización del rechazo y la protesta frente al suicidio de la Europa social -y no solo del euro- a la que asistimos impotentes y atónitos.