domingo cristiano > Carmelo J. Pérez Hernández

Tengamos miedo al cura > Carmelo J. Pérez Hernández

Mira que pasa el tiempo, que ha muerto Franco, que vivimos en un régimen de libertades públicas y publicadas, que la democracia nos hace iguales a todos ante la ley… Mira que son distintas las formas de manejarnos entre nosotros, de organizar la vida y las relaciones… Mira que han caído mitos y mitómanos; muros, murallas y fantasmas…

Pues nada, con eso y con todo, siempre aparece alguno o alguna que irrumpe en las conversaciones convocando al espíritu de aquel cura o aquella una monja que le pegó, que le daba miedo, que era un joputa… Siempre hay alguno que recuerda lo que dijo o le pasó a la tataranieta del abuelo de su bisabuela. Y lo trae a colación, venga o no a cuento.

Yo he aprendido a vivir con eso, incluso a reírme del intento de alguno de convertir la excepción en norma. No se trata de una sonrisa irónica la mía: mejor que muchos sé yo el mal que podemos hacer los consagrados cuando dejamos de creer en Dios y en los hombres.

Así de rotundo lo digo: considero que no hay otra razón que la pérdida de Dios para explicar que una persona, también un consagrado, se convierta en un agujero negro de la fe, una poderosa fuerza cuyo antitestimonio es capaz de silenciar los aciertos y los desvelos de tantos miles de millones de hermanos en el ministerio. Especímenes de semejante calaña los conocemos todos y al homenaje que han organizado a más de uno de ellos he recibido yo invitaciones. Miedo me dan. Porque los curas y el resto de consagrados también tenemos miedo. ¿Alguien se ha preguntado alguna vez si conocemos ese sentimiento por experiencia? ¿A quién le interesa saber qué nos hace temblar en la soledad de nuestra habitación? Ese miedo nuestro, ¿hay alguien dispuesto a compartirlo y a ayudar a sanarlo?

Sin necesidad de recurrir a episodios grabados en la noche de los tiempos, y sin ser portavoz de nadie, no me avergüenza pensar y escribir que los curas sentimos temor a quienes en esta sociedad piensan que si nos acercamos a un niño es para violarlo, que si cultivamos la amistad de unos jóvenes es para revolcarnos con ellos en el lecho de las miserias. Y nos hace temblar que las huestes de los indignados profesionales pretendan convertirnos en el centro de la diana por no sé qué privilegios que dicen que tenemos. Y sufrimos y nos estremecemos ante una sociedad que vive de espaldas al misterio al que le hemos entregado nuestra vida. Estamos preparados para eso, pero no lo estamos para aceptar que se pretenda devolvernos a las catacumbas, que se quiera tatuar en nuestra frente el adjetivo “irrelevantes” para dejarnos marcados. Nos agitamos cuando se nos coloca al margen del diálogo social, olvidando que en nuestras sacristías surgieron las organizaciones de trabajadores, y que los curas ampararon a sus líderes ante el que se autoproclamaba gran líder. Algunos de esos compañeros aún viven. ¿Qué me estás contando de miedo a los curas? ¿Alguien quiere una razón para tenernos miedo de verdad? Hela aquí: no nos avergüenza sentir temor, experimentar la noche. Nos sabemos acurrucados en el regazo de nuestro común Padre, que es lugar más seguro del mundo. Temblamos, sí. Pero no dejamos de creer, de esperar, de tirar del carro, de animar, de acompañar, de consolar…

No dejamos de hacer lo único y lo mejor que sabemos hacer: apuntar con el dedo y con nuestro cuerpo entero si hace falta hacia la imagen de Cristo, salud de todos los que se sienten cansados y abatidos en algún momento. Como nosotros. Si seguir confiando en el futuro y en los hombres desde la fe es peligroso, entonces sí. Entonces tengamos miedo a los curas.

@karmelojph