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Tomás María Mamachi > Luis Ortega

Además de su talento y curiosidad insaciable, los coetáneos de José de Viera resaltaron, entre sus muchas virtudes, la oportunidad y arrolladora simpatía, que cautivó a quienes lo trataron. En el tú a tú, el realejero se ganó la confianza de los exigentes tertulianos de Nava y el apoyo incondicional del marqués, en La Laguna Ilustrada. Y, en Madrid, el afecto sin fisuras de su pupilo, el marqués del Viso y, a su muerte, el de su padre el marqués de Santa Cruz. La convivencia con esta familia le permitió recorrer la Europa, que latía a otro ritmo que la España carpetovetónica. Desde la llegada de Nápoles de Carlos III se juntaron en un frente absolutistas, funcionarios, castizos y meapilas, con excepciones notables, castigadas rudamente por la Iglesia. En la grata y compleja ordenación de mis libros – bendición y maldición de los papívoros – encuentro la serie incompleta de Originum Antiquatum Christianarum, escrita por el dominico Tomás María Mamachi, en cinco volúmenes, publicados de 1749 a 1755 y con gran influencia en la corte papal de Pío VI. Este pontífice tuvo tan largo mandato como Luis XIV, aciertos en la gestión de los negocios terrenales, preocupaciones artísticas, difíciles relaciones exteriores y, como era natural, diferencias irreconciliables con los revolucionarios franceses que, mediante guillotina, cancelaron el Antiguo Régimen. La biografía del Arcediano de Fuerteventura que, según el agudo Miguel Borges Salas, “tenía la sonrisa de Voltaire”, es francamente novelesca y, a ese respecto, hay que destacar las buenas relaciones con el intransigente padre Mamachi (1713-1793), relator de la expansión cristiana, de una parte y, de otra, acre censor de la primacía civil – regalismo – sobre la religión, que ejerció contra José Moñino y Rodríguez Campomanes, ideológicamente cercanos al clérigo tinerfeño. Prudente y persuasivo, Viera acompañó a su jefe a dos audiencias en San Pedro – el 11 de julio de 1780 – y en el Palacio del Quirinal el 19 de agosto; de aquellos encuentros salió el isleño ilustrado con dos valiosos privilegios o, si quieren, curiosos regalos. Del papa obtuvo la extraordinaria facultad de conceder 200 indulgencias plenarias para otros tantos moribundos; y del rígido censor -cuyo nihil obstat acompañó la mayoría de las publicaciones de la segunda mitad del Siglo de las Luces- el permiso para leer todos los libros que se publicaran, incluidos los insertos en el Indice; es decir, los prohibidos por la Iglesia. Esto ocurrió hace 232 años.