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Casas encantadas, por Ricardo Campo

En las páginas de relleno de la prensa o en las secciones de periodismo inútil del misterio suelen aparecer de vez en cuando noticias sobre casas encantadas, es decir, inmuebles en los que habita un ente del más allá, un fantasma que se dedica a asustar a los curiosos. Y hay gente que se lo cree, que es lo más importante para quien se presenta como abierto de mente y vendedor de magia de saldo.

En La Laguna, por ejemplo, tenemos el Museo de Historia y Antropología de Tenerife, en la calle San Agustín, caserón tan encantado como pueda estarlo cualquier pub del cuadrilátero un viernes a las dos de la mañana (volveré en otra ocasión al MHAT y a su fantasma llamado Catalina). Según algunos comerciantes del misterio, allí han ocurrido cosas extrañas, la gente ha percibido presencias, sonidos y ahogos emocionales variados. Es decir, la típica panoplia de experiencias que la ortodoxia paranormalista asegura que se produce en los lugares con habitante fantasmal. Es inútil pedir pruebas de todo ello: no se las van a facilitar a nadie porque realmente no las tienen. Poseen un conjunto de experiencias personales de terceros que ellos piensan que son pruebas, pero son tan válidas como las que los niños presentan de la existencia del coco: comentarios, imaginaciones, recuerdos, todo ello convenientemente adornado por el credo paranormalista que los inserta en un escenario previamente erigido hasta convertirlos en una leyenda popular, totalmente intrascendente para la ciencia, pero apta para la culturilla ocultista que se vende mensualmente en revistas de kiosco. De esta y muchas otras formas parecidas los periodistas del misterio escriben artículos y libros, y llenan horas de radio: transformando fantasmagorías en hallazgos científicos fundamentales de esos que cada pseudoexperto con ordenador se fabrica a medida para su venta inmediata.

Las experiencias que algunas personas dicen tener en las casas encantadas se deben a cierta predisposición para interpretar estímulos ambiguos de manera muy personal, al poder del rumor para multiplicarse sancionado por fuentes “expertas”, a las creencias previas, a la influencia directa de otras personas y a un amplio conjunto de factores reales y empíricos pero nada extraños: los cambios de temperatura y de luminosidad, las corrientes de aire, la humedad del lugar, la existencia de estructuras de madera en los inmuebles, el eco de lejanas voces de origen trivial (conversaciones, coches, motos), la captación accidental de emisiones radiofónicas, el reconocimiento de patrones en simples manchas de humedad o suciedad y la enorme capacidad para tragar sin masticar por parte de los creyentes y divulgadores, para quienes siempre debe quedar un resquicio para el supuesto misterio. Supongo que, para aquellos, el que a alguien le toque la lotería debe ser un enigma insondable.

Las casas encantadas son una creencia sin base real que se apoya en los testimonios y en la publicidad, pero ninguna de estas cosas son pruebas ni el fundamento de la ciencia. Cuando pretendan convencerles de la realidad de alguna de estas historias de miedo para adolescentes haga las preguntas adecuadas: póngase en modo Bart Simpson y verá como cambia la escena.