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Fútbol y sociedad > Juan Hernández Bravo de Laguna

Nuestra cultura deportiva se resume en que la inmensa mayoría de los españoles entienden por deporte el fútbol profesional, con el añadido de Pau Gasol y Rafa Nadal. Y esa desmedida afición al fútbol afecta, incluso, a sectores sociales de los que, en principio, no sospecharíamos tales inclinaciones. Y los afecta con una intensidad también insospechada. En consecuencia, los Juegos Olímpicos han constituido un exótico paréntesis en nuestro sentir deportivo habitual y, una vez concluidos, y agotado el juego que han proporcionado las anécdotas y los records olímpicos, y los titulares con profusión del adjetivo histórico y similares, hemos vuelto a lo de siempre. Ya la prensa deportiva y las secciones de deportes de los medios, incluida Televisión Española, nos inundan con ese sucedáneo del deporte que son las noticias sobre el mercado de fichajes, los chismes futboleros, en particular del Real Madrid y el Barcelona, con su enésimo clásico enfrentamiento en curso, y cosas por el estilo, junto a las insulsas e interminables declaraciones de futbolistas y directivos, y la obsesión por la última hazaña de Mouriño o cualquier otro entrenador mediático. En suma, han comenzado la liga de fútbol y las competiciones futbolísticas europeas.

Como a eso se circunscriben las inquietudes deportivas de la inmensa mayoría de los aficionados españoles, eso es lo que predomina de manera abrumadora en la información deportiva. Es comprensible que los medios privados apuesten su dinero a lo que proporciona audiencias y lectores, y le dediquen una atención obsesiva. Pero no es de recibo que nuestra televisión pública use el dinero de los españoles, con el que se financia, en hacer lo mismo, y en marginar a tantos deportes y tantos deportistas españoles que luego son los únicos que triunfan en unos Juegos, mientras el fútbol hace el ridículo. Las políticas públicas deportivas de nuestros Gobiernos de la democracia, socialistas y populares, no resisten el menor análisis. Son -han sido- unas políticas nefastas, que han conseguido llevarnos a la inferioridad deportiva internacional que padecemos, y han producido un país y un pueblo sin cultura deportiva ni olímpica. Y la televisión pública colabora en el disparate y hace lo mismo.

A la vista de esa intensa querencia social por el fútbol profesional, parece claro que merece una mención aparte, y que se impone una reflexión sobre su papel en unos Juegos Olímpicos y, sobre todo, su compatibilidad con los valores propios de unas olimpiadas, es decir, con los valores deportivos. El fútbol es un deporte singular por muchos motivos. Abundan en él más de lo deseable los comportamientos antideportivos y agresivos de jugadores, entrenadores y técnicos; su acoso y graves faltas de respeto a árbitros y jueces; las agresiones alevosas entre jugadores, con participación incluso de entrenadores y técnicos; las faltas intencionadas que ponen en peligro la integridad física y la salud del contrario (en ocasiones faltas llamadas tácticas, que se enseñan como parte del juego y se defienden por periodistas y comentaristas, que muchas veces demuestran no conocer ni el reglamento); la simulación de lesiones; las pérdidas deliberadas de tiempo y la intención de engañar. Ese es el clima y los valores en los que, desde niños, aprenden a desenvolverse los jugadores. Sin contar las peñas de aficionados violentos con comportamientos delictivos.

Las dos jugadas clave del fútbol son el fuera de juego y el penalty, y en ellas se producen continuos errores arbitrales, hasta el punto de que podemos afirmar que el árbitro influye en el resultado -lo altera- de la mayoría de los partidos. En la generalidad de los casos no por mala voluntad arbitral ni por incompetencia (aunque de todo hay), sino simplemente porque es imposible que el ojo humano capte lo sucedido con suficiente definición, por muchos árbitros y jueces auxiliares que se añadan. Y porque las propias reglas son confusas y de aplicación subjetiva. Es una situación que no se da en ningún otro deporte. Y, pese a las evidencias reiteradas, sus dirigentes se niegan a incorporar los medios tecnológicos que ya se usan en muchas otras especialidades deportivas para comprobar las jugadas dudosas. Todo eso deriva en un clima de agresividad muy acentuada de los jugadores entre sí y en contra del árbitro, en unos niveles de enfrentamiento y acoso que tampoco se dan en ningún otro deporte con esa intensidad. Unos comportamientos que no parecen muy compatibles con el olimpismo ni con los valores olímpicos, o sea, deportivos.

Nos estamos refiriendo a la sociedad española, pero, por supuesto, esta identificación entre deporte y fútbol, esta obsesión futbolística, se da en multitud de sociedades de todo el mundo. Y resulta preocupante esa capacidad de arrastre social de un juego tan agresivo, tan mentiroso, tan irrespetuoso con las normas y los árbitros, y tan deficitario de valores deportivos. Resulta preocupante porque pone de manifiesto una inquietante similitud: también nuestras sociedades son agresivas, mentirosas, irrespetuosas con las normas y los árbitros, y deficitarias de valores. En el fútbol y en nuestras sociedades lo bueno y lo malo están mezclados y no se distinguen con claridad. Y quizás ha llegado la hora de empezar a distinguirlos y de dar paso a otros deportes y otra sociedad.