avisos políticos >

Jugar con fuego > Juan Hernández Bravo de Laguna

Las derrotas de la selección olímpica española de fútbol ante los modestos equipos de Japón y Honduras, el empate ante el modestísimo Marruecos, y, sobre todo, su pobre actuación y el triste espectáculo ofrecido en los tres partidos jugados suscita algunas reflexiones. Porque un balance final de ningún partido ganado y ningún gol marcado ante selecciones de muy escaso nivel no entraba ni en las previsiones más pesimistas. El triunfalismo irrespetuoso con el contrario típico de la cultura hispana ya sumaba una medalla de oro a cuenta de la que llaman La Rojita, y el mundillo futbolístico español ha acusado el golpe. Decimos mundillo futbolístico y no mundillo deportivo, y menos aún mundillo olímpico, porque en España se trata de universos claramente diferenciados y hasta opuestos.

La primera reflexión es, por supuesto, que se ha sobrevalorado la calidad real de nuestro conjunto olímpico y de su seleccionador, y que los jugadores que vienen detrás no son equiparables a los campeones del mundo y de Europa. El periodismo futbolístico español repite siempre que hay que disfrutar de los logros de La Roja, que son irrepetibles y todo eso, aunque, en el fondo, está persuadido de que van a seguir igual en el futuro, y ya está pensando en los campeonatos del mundo de Brasil. Lo sucedido aporta un poco de realismo, tan necesario en este país.

Pero, al mismo tiempo, se impone una reflexión más general sobre el papel del fútbol profesional en unos Juegos Olímpicos y su compatibilidad con los valores propios de unas Olimpiadas. El comportamiento agresivo de algunos jugadores españoles, acosando al árbitro, y el de todos, simulando lesiones, perdiendo tiempo y tratando de engañar, no parece un comportamiento muy olímpico. El fútbol profesional, y no solo en España, hace años que dejó de ser un deporte para convertirse en un negocio y un espectáculo, y su inclusión en unos Juegos es más que cuestionable.

Claro que los comentaristas de los partidos se mueven en la misma línea de parcialidad y sectarismo, justificando por sistema todo lo propio, incluso lo más impresentable, y censurando todo lo del contrario. Es lo que ocurre habitualmente en nuestros medios de comunicación, y, desde luego, constituye un muy mal ejemplo y una muy mala escuela para una sociedad pícara que no se distingue precisamente por su ecuanimidad y su honradez. Y el problema es que esta actitud se ha extendido a los comentaristas de las demás especialidades deportivas. Sin ir más lejos, estos días pasados, cuando la ausencia de medallas y los repetidos fracasos de nuestros deportistas en Londres sembraron la histeria en los medios, hemos oído culpar alternativamente de las derrotas a la mala suerte y a los árbitros, como si existiera una conspiración londinense antiespañola. Solo ha faltado aludir a la leyenda negra y a la pertinaz sequía para volver a la época del franquismo, en la que, al parecer, todo el mundo nos odiaba por ser españoles. Los progresistas de salón hablan así de la canciller alemana.

Una vez eliminada la selección olímpica de fútbol, y con la posible excepción del baloncesto, los Juegos quedan como un espectáculo exótico y marginal para la mayor parte de los aficionados españoles, ayunos de cultura olímpica. Basta consultar las informaciones que predominan en la prensa deportiva y en las secciones de deportes de los medios. En un contexto en el que prevalece la indiferencia ante casi todo de lo que sucede en Londres, salvo las anécdotas y los records que dan titulares, sus prioridades y sus inquietudes se circunscriben a la pretemporada de fútbol, al mercado de fichajes, a los chismes futboleros, en particular del Real Madrid y el Barcelona, y cosas por el estilo.

Mención aparte merece Televisión Española, una televisión pública que usa el dinero de los españoles, con el que se financia, en dedicar una atención obsesiva al fútbol profesional, como si de un medio privado se tratase. El tirón mediático de Rafa Nadal o Pau Gasol le hace ocuparse del tenis y del baloncesto, y ahí acaba todo, junto con alguna escasa incursión en otras disciplinas deportivas. Ahora está cubriendo los Juegos, y presta atención y cobertura a deportes por los que nunca se interesó ni se va a interesar hasta dentro de cuatro años, y entrevista a deportistas españoles a los que nunca hizo el menor caso ni les va a volver a hacer. Deportistas muchos de los cuales han tenido éxitos internacionales que no han merecido ni una mención en los informativos públicos, obsesionados con la última hazaña de Guardiola o Mouriño.
Los Juegos nunca interesaron mucho en España, un país sin cultura deportiva y menos olímpica. Nuestras intervenciones en ellos se han contado históricamente por fracasos y nuestro panorama deportivo en las especialidades básicas y fundamentales del olimpismo, el atletismo, la natación y la gimnasia, es desolador. Si contamos algo en los deportes de equipo es gracias al esfuerzo privado y a los conjuntos profesionales. Algo distinto sería sorprendente si tenemos en cuenta que las políticas públicas deportivas de nuestros Gobiernos, tanto socialistas como populares, no resisten el menor análisis.

Es probable que la llama olímpica siga ardiendo en el futuro al margen de nosotros y de nuestros gobernantes. Pero no cabe duda que ellos y nosotros estamos jugando con fuego.