Después del paréntesis>

La Habana después de Erich> Domingo-Luis Hernández

Uno puede temblar ante un intelectual de Cuba para quien 500 folios es un regalo descomunal. Uno puede hacerse la señal de la cruz ante inventos del gobierno como ir a Caracas por Quito y desde allí en autobús hasta la capital de Venezuela, es decir, tres días de viaje y unos 3.000 euros de gasto, cuando desde Varadero no hay más de tres horas en avión y no más de 1.300 euros por billete. Uno puede escuchar a los adictos decir que con ese invento diabólico el gobierno disuade, y tú callas, claro. Uno puede abrir la boca como un cherne al descubrir la cadena de diferencias que el sistema (que se dijo igualitario por la revolución) propicia, desde la posición en las jerarquías del poder, a la doblez del mundo que allí se produce: un sistema monetario y de consumo para los nacionales frente a un sistema monetario y de consumo para los extranjeros. Con un agravante: sectores precisos hoy (por los cambios de Raúl Castro) acceden a los The Cuban Convertible Peso, los famosos CUC (“seusés”, dicen). De donde, transportes, alojamiento, sectores de la agricultura… disponen de una moneda que implica una divergencia abismal respecto al peso común. Así un físico nuclear puede ganar un buen sueldo de 650 pesos; una propina de 10 euros equivale a 140 pesos. De donde uno puede escuchar que el cambio es inevitable. Eso junto al temor funesto al cambio de modelo. A los cubanos les aterra pasar de la cómoda y total tutela del estado a la responsabilidad individual, a arreglar tú el televisor si se estropea y no el estado. Eso después de 50 años asusta, me confesó un amigo. Uno puede acudir con cautela a maniobras increíbles, como que las langostas y la carne de res son del gobierno, aunque tú seas el que pesque las langostas o tú seas el que cría las vacas.

Pero eso no es todo. Los occidentales hemos de leer bien en este caso. Por un lado el manejo del tiempo; por otro el peso de la civilización. Llegas al aeropuerto y el derrumbe avanza de manera inexorable. Primero ante el control policial, fotografía incluida sin tu consentimiento. Segundo, el paso del control de seguridad al que ya te sometiste en origen y donde siempre suena el escáner; luego, has de ser cacheado. Tercero, la retirada del equipaje, proceso que ocupa a veces hasta una hora. Después de casi dos horas, y si nada tienes que declarar, te expones al acoso de los taxistas en la terminal. Buen entrenamiento, de todas formas, porque desde esa experiencia comprendes que el tiempo ahí tiene otro valor y es distinto al que a ti te acosa. Descubres que el transporte público de los cubanos, por ejemplo, es regular e irregular al mismo tiempo, que no hay horarios, que la carrera está lista cuando el auto está completo. Y te asombras de que el atípico y destartalado auto no cuente con cinturones de seguridad, que ninguno de los indicadores de abordo funcione (si existen), que la velocidad no depende de señal alguna de la calzada sino de la memoria del conductor que conoce una a una las imperfecciones de la vía y uno a uno cada bache, que indefectiblemente se conduce por la izquierda para librarse del deterioro del pavimento por el efecto de los vehículos pesados, que circulas kilómetros y kilómetros sin encontrar auto alguno en tu contra. Y eso se une a otro asunto: el ahorro energético. Todo trayecto es aprovechado hasta el límite, si viajas como ellos viajan y no eres un extranjero que se gasta el dinero en un taxi exclusivo. Y en las ciudades del interior, los desplazamientos con tracción animal es lo privativo, igual que en el campo la maquinaria agrícola. El dispendio no forma parte de sus vidas.

A los civilizados se nos olvidó vivir sin despilfarro y acumulaciones. Para ellos, a pesar de las privaciones, solo una cosa persiste, porque la especie humana es capaz de cargar con semejante rigor: la supervivencia, la digna supervivencia a pesar del derrumbe, como nos enseñó Charles Chaplin.

Me percaté de lo dicho al repasar una anterior visita a La Habana, porque necesitaba visitar La Habana para escribir. Entonces sólo me asistía la condición de turista, esa que niega con arrogancia el conocimiento. A Erich lo instruyeron los cubanos como turista, le respondieron a sus preguntas como turista, incluso cuando le revelaron algunos secretos (como los relativos al fusilado general Arnaldo Ochoa) lo hicieron contra un turista. Y eso no es consecuente. Para conocer es imprescindible vivir con los naturales y vivir como los naturales.

Por eso me decidí a viajar como ellos viajan a las tierras pantanosas de Batabanó. Quería desmontar la argucia de Erich, que utilizó ese nombre sin conocer. Me sumergí en casas de una rivera entre dos amplios canales, en una iglesia desdibujada por los años, en jardines con señales extrañas, en un cine destartalado en la que se proyectaba “una película USA”, La piel que habito, en lo que debió ser una maravillosa estación de tren con un viejo e inmenso cañón hoy deteriorado y en la costa a la que el agua dulce accede como un ligero manto.

Lo que Batabanó es. Descubrí. Confirmé.