DESPUÉS DEL PARÉNTESIS >

Pubis angelical > Domingo-Luis Hernández

Me contaron que al crítico en cuestión le vino del cielo aquella reunión tratándose de quien se trataba el homenajeado. Y me contaron que el firmamento se le abrió cuando lo hicieron coincidir en la mesa al lado del escritor. Aún no había llegado hasta su rostro el sofoco. Porque cuando Manuel Puig deslizó la mano por su muslo bajo la mesa y recorrió la distancia que media entre la rodilla y el fin del mundo, él no articuló palabra alguna, sino que se atoró y permaneció yerto como la estatua de sal en los confines de Sodoma y Gomorra.

Otro crítico, este argentino como él y afincado en New York, le preguntó cierta vez por el uso de lo que llamó “subliteratura” en sus novelas. Le comentó torpemente si lo hacía para engrandecer a esos “subgéneros”. Manuel Puig se revolvió en la silla y le exigió que en el escrito constara que él no utilizaba lo que el sabio crítico llamaba así despótica y despreciativamente. Al contrario: utilizaba en sus novelas la literatura que le entusiasmaba.

Esas dos posiciones, la homosexualidad y el desprecio de las marcas canónicas, esas a las que cierta panoplia universitaria eleva a altares bastísimos, es lo que define la actitud y los valores inequívocos de la escritura novelística de Manuel Puig. Él y otro compañero de generación, el cubano Severo Sarduy, homosexual como él y asimismo muerto a causa del sida como él, desarticulan los enunciados más penosos del “Boom” y dan a la narrativa hispanoamericana dimensiones hasta entonces nunca vistas. Bien es verdad que desde posiciones distintas: el absoluto rigor cultural de Sarduy (con la espita del Barroco en su cumbre) y las nuevas mitologías (la inmensa mayoría sacadas del cine norteamericano de los 40 y 50) en el caso de Puig.

El andamiaje sorpresivo viene por la oposición directa de los valores periclitados que el “Boom” asume frente a las nuevas alternativas. Entre esas alternativas una en especial: el sujeto en su más absoluta y radical manifestación, incluso en la manifestación dicha de su divergencia, de la disconformidad, esa que soporta ser un otro frente a la trama convencional, no exenta de menoscabos para sus casos. La cuestión deslizaría el desmarque situacional y generacional hacia la constatación de que en América lo privativo no es repetir el todo América, la “panamericaneidad” o el complejo edificio de la identidad continental, sino andar el camino de la casa y del jardín, modular lo íntimo, la mirada sobre el sujeto de la escritura, el modo en que se compromete personalmente con el mundo el sujeto de la escritura y la manera en que enuncia su discurso sobre el mundo. Los programas se construirían por artilugios antitéticos: los unos desenterraron las espadas de los abuelos como en el XIX para reargüir dilemas sobre las patrias; los otros estarían dispuestos a revisitar las torres de cristal del modernismo. Espada-falo, espada como apéndice que consagra al macho en los primeros; los otros en la entraña dilecta de la personalidad y de la libertad, de ser, de pensar y de descubrir el rigor que los compromete.

La sombra siniestra del “Boom” se compromete con esas categorías nefastas. Machismo en su absoluto, que da la novela “macha” de América. La mujer no es un valor en sí. Es una entidad a ocupar: espada-falo que hiere. Machos que manifiestan “conquistas” como marcas en el revólver de los adustos pistoleros; macho Vargas Llosa, macho Carlos Fuentes; macho García Márquez, que incluso fue digno de un sopapo y la condena definitiva de la amistad por pretender la conquista de la mujer de su amigo. “Conquistas” por asalto, conquistas anónimas (del dictador o el Bolívar que pintó García Márquez, por ejemplo) o sublimación del vil anonimato en la barbarie que decide por la vida de un inocente con la culpa de la virginidad a sus espaldas (Crónica de una muerte anunciada), todo envuelto en litros y más litros de semen, tanto que si el récord Guinness se fijara en ello la inventiva sería insuperable por los siglos.

Un niño que se descubrió fascinado por lo que ocurría en la pantalla del cine de su pueblo, al que acudía cuatro o cinco veces a la semana en compañía de su madre, modula el cosmos por ese menester. ¿Es extraño que en el recorrido un homosexual como Manuel Puig dé forma a tres mujeres en tres tiempos diferentes y exponga esa sinfonía en una novela que significativamente tituló Pubis angelical? La sombra de un tipo de mujer que sale de las heroínas esplendorosas del celuloide recorre esos contenidos ahí, y en La traición de Rita Hayworth, y en Boquitas pintadas, y en El beso de la mujer araña…

En esa estampa el invento, la proyección, el amparo en esas mitologías, y también la contradicción con este mundo siniestro. ¿Por qué la familia, su madre a la cabeza, negaron la muerte por sida del escritor? ¿Por qué, pese a la negativa del embajador argentino en México a agasajo alguno tras su muerte, dado el antiperonismo del escritor, se repatriaron sus restos para una acogida oficial, con discursos ad hoc, y fue enterrado en el panteón familiar del cementerio de La Plata?

Los convencionalismos engañan; las novelas no. Lo que salva a Manuel Puig y a la novela hispanoamericana con Manuel Puig es justamente la disensión, la “diferencia”, pese a quienes pretendieron someterlo, ocultar su desafío.