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“Si nos tiran las chabolas, las volvemos a levantar”

Interior y exterior del asentamiento y de las chabolas situado bajo el pabellón Pancho Camurria de Santa Cruz de Tenerife. / REPORTAJE FOTOGRÁFICO: FRAN PALLERO


INMA MARTOS | Santa Cruz de Tenerife

Cada vez cobra mayor sentido la frase “todos nos podríamos ver en esa situación”. José Antonio y Alba se erigen en portavoces de sus vecinos chabolistas. Así lo decidieron el miércoles entre todos, tras leer las declaraciones efectuadas a este periódico por los representantes del Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife y de Cáritas. “Necesitamos que se nos oiga a nosotros también”. Ambos viven juntos en una de las quince chabolas levantadas al pie del pabellón Pancho Camurria, las cuales, según comentó el edil de Servicios Sociales, José Manuel Arocha, urge derribar.

Entre bromas, los propios vecinos llaman urbanización a este conjunto de infraviviendas pegadas unas a otras, y a pesar de que se ha afirmado que no caben más, podrían levantarse al menos dos hileras nuevas en el mismo solar. Ninguna persona de las que viven allí tiene otro lugar adonde ir, salvo Ernesto, que, según dice, está en el asentamiento por voluntad propia. Los portavoces de los chabolistas manifiestan con rotundidad que “si nos tiran las chabolas, las volvemos a levantar”. Al menos ellos parecen sobrellevar esta circunstancia con dignidad y esperanza.

No tienen agua, la luz proviene de un motor que no pueden tener todo el día encendido, y sí, “tenemos televisión, ordenador y algunos muebles”, explican. Son cosas que ya tenían antes de que la crisis económica les llevara a la extrema pobreza. La casa de José Antonio y Alba, que han ido construyendo poco a poco con palés, maderas y otros materiales que consiguen en la calle, es acogedora, ordenada y limpia. Con ellos vive una señora inglesa de 64 años que tampoco tiene otro lugar donde habitar. Grace, que se llama a sí misma “guiri”, está de punta en blanco desde las diez de la mañana y viste una sonrisa deslumbrante.

El albergue

Alba no está admitida en el albergue municipal porque cobra una paga de 426 euros, aunque con eso tampoco le da para un alquiler. No querría, no obstante, vivir en este servicio público porque, según asegura, incluso en prisión se está mejor que allí. Lo dice con conocimiento de causa, ya que una vez alguien la engatusó para introducir droga en la Isla: “Me lo pusieron todo tan bonito y tan fácil, y tenía tanta necesidad, que acepté. Fue la primera vez y la última”. “Los horarios del albergue son peores que los de la cárcel”, explica, y como además José Antonio y ella son matrimonio, quieren dormir juntos, y en el albergue les obligan a estar en módulos separados. “A las diez y media apagan las luces y ya no puedes hacer nada más”.

Todos los vecinos de este pequeño poblado suelen comer en el albergue o en el comedor de la Milagrosa. Entre los 18 ocupantes de las chabolas hay mayoría de extranjeros y peninsulares, según aclaró José Antonio tras lo dicho el día anterior por el director de Cáritas, Leonardo Ruiz, a quien afirman no haber visto nunca por allí. Dicen que “aquí no viene nadie salvo los sanitarios del albergue y de vez en cuando, los evangelistas y otra ONG a traer algo de comida”.

El matrimonio tiene cuatro hijos de anteriores parejas, que viven con la hermana de Alba y con la exmujer de José Antonio. “Por supuesto, ellos no saben que estamos aquí. Casi nadie lo sabe”. Temen dar la cara porque saben del rechazo que produce en la sociedad esta situación y ahora José Antonio sólo tiene una cosa en mente: encontrar un empleo. Su currículo es extenso y tiene amplia experiencia como comercial y vendedor, lo cual se percibe durante la conversación. “Si se enteraran de que vivo aquí, ¿quién me daría trabajo?”. Por su parte, Alba dice que no se siente excluida socialmente: “Simplemente estamos en el paro”.

La chabola contigua la ocupan Carlos y María. Los ojos azules de ella se hacen agua cuando habla de sus hijos, que están en un centro de menores. No pueden soportar más la situación. “No contamos con nuestras respectivas familias”, a pesar de que Carlos dice que la suya se encuentra en una posición más o menos estable económicamente. María siempre ha trabajado en el sector de la limpieza y él hacía caminos y senderos contratado por el Cabildo, hasta que un día dejaron de llamarlo. La chabola de esta pareja sólo tiene una habitación, en la que aseguran que se les cae el mundo encima.

Casi a la hora de marchar, un joven marroquí que observaba desde su chabola se acerca y pregunta preocupado cuándo van a tirar las chabolas. Se hace un silencio y él mismo se responde: “Bueno, poco a poco saldremos de esta”. Palabras de esperanza que, al menos en estos momentos, son para todos ellos difíciles de creer.

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Una eternidad

No se sabe exactamente cuándo se levantó la primera chabola del asentamiento que está bajo el pabellón municipal Pancho Camurria. Ernesto lleva allí cinco años y es el único de los ocupantes de estas infraviviendas que está más cómodo allí que en otro lugar. Al menos eso cuenta con una sonrisa aparentemente burlona. Entre dos y tres años es la media de estancia en esta zona, que ha ido aumentando en cantidad de chabolas y de personas, sobre todo en los últimos dos años de crisis económica, a quienes el tiempo entre las paredes de estas infraviviendas se les hace ya eterno.

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