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La violencia > Domingo-Luis Hernández

La película se abre con una toma hacia una chica muy joven al borde de un lago, el traje arremangado y los pies descalzos en el agua. La espléndida vegetación marca la zona paradisíaca que las imágenes muestran, igual que los cisnes y los patos que nadan. La niña sonríe complacida, feliz, radiante y palpa con su mano extendida la barriga. Está embarazada. A esa estampa la interrumpe la voz de un hombre, y la faz de un hombre viejo, osco y con bigote. Lee de un gordo y amplio libro antiguo una frase religiosa en latín. Una criada se acerca a la niña. “Su padre la espera”, dice. Ella no quiere verlo, no tiene por qué verlo. Dos individuos, con ropa mexicana de batalla, botas, espuelas, cintas de balas y revólveres en sus cartucheras pegadas al muslo, van al encuentro de la muchacha. Son expeditivos. A la niña no le queda otro remedio que acceder. El padre tirano y viejo está rodeado de toda la familia en la sala inmensa, alta, rica, decorada con muebles antiguos y suntuosos, plagadas las paredes de cuadros con imágenes religiosas y retratos de los antepasados. No falta el clero allí, desde los monaguillos, los curas jóvenes y la alta curia. “¿Quién es el padre?”, pregunta. Ella yergue la cabeza con gesto de dignidad. Calla. No tiene por qué revelarlo. El dueño anónimo de su corazón es suyo y el niño también. El viejo iracundo ordena con la cabeza. Los esbirros se acercan y desgarran la bata blanca de la niña. Los pechos desnudos a la vista. Ella se tapa y descubre al mismo tiempo. Vuelve a alzar la cabeza con gesto altivo, con la firme decisión de defender su libertad, de defender el compromiso y la estima hacia su otro, de controlar por sí misma el placer. La torturan y grita el nombre. Le sustraen un colgante del cuello que guarda la foto de su amado. Entonces el padre airado grita que crió al traidor como a un hijo suyo y lanza la sentencia: una suma astronómica por su cabeza: un millón de dólares.

Así comienza una delirante película que en español se llama Quiero la cabeza de Alfredo García, por Tráiganme la cabeza de Alfredo García, de un autor norteamericano extraordinario que se nombra Sam Peckinpah.
Fácil es conjeturar por qué en un mundo atroz como este el padre actúa así. Es la estampa repetida del padre que se manifiesta como patrón, como amo de todo. Padre consignatario y dueño absoluto de la mujer, en este caso. De ahí las miradas y la expresión a lo largo de toda la película de su esposa, siempre vestida de riguroso negro, y en la que no articula una sola palabra. La hija es la constatación de ese movimiento fatídico. Ella no elige. El padre elige. El padre es el consignatario de la virginidad, cuya observancia incuestionable sigue como un vigía en la almena de una cárcel. O, en todo caso, traspasa la responsabilidad a los hijos machos, cual nos mostró García Márquez en la temática, ideológica y éticamente impúdica Crónica de una muerte anunciada. La niña, pues, gozó sin su consentimiento, y aunque el hijo resultará un angelito a adorar, será el culmen de la dicha para el osco y autoritario padre, alguien habrá de pagar.

¿Dónde medir, pues, la trampa, que este mundo impúdico convierte en ordinaria, de la violencia, la violencia de Oslo y de la isla de Utøya, la de EE.UU. con muertos anónimos en un cine, la de Vietnam, la de las Torres Gemelas, las de Irak, las del Líbano, Siria, Afganistán…, las de la Santa Inquisición, las de la Guerra de España o las de Stalin?

Se ha repetido que lo que hemos de subrayar en Peckinpah es su regodeo con la violencia, irascible él asimismo. Absurdo. Lo explica una toma inicial de la irrepetible The Wild Bunch (en español, Grupo salvaje): unos niños sádicos y alborozados queman un alacrán en la hoguera.

Y eso se ha repetido de uno de los mejores novelistas de los últimos tiempos de la lengua inglesa y del mundo: Cormac MacCarthy. Estampa la crítica norteamericana y la desmesura en Hijo de Dios. No ven ahí que la violencia gratuita (porque toda violencia es gratuita) de los caníbales se hermana con el incesto insoslayable de Rinthy y Culla.

El funesto mundo ha reducido para ellos las relaciones hasta esa severidad. Rinthy en pos de su hijo desaparecido; Culla en el afán de hacer desaparecer al hijo de su hermana Rinthy que es su hijo.
Porque en un mundo con estas proporciones, la descendencia no es un premio, es una condena. A eso le da la vuelta MacCarthy en su excepcional La carretera, el padre que conduce al hijo hacia la frontera de la esperanza en el marco de un paisaje asolado, demolido.

Y en eso se basa la metáfora más extraordinaria que pueda leerse sobre la violencia, que se titula Meridiano de sangre (Blood Meridian), y que tiene por subtítulo, literalmente en castellano, y en atención a la sangre, La rojez de la tarde en el Oeste. ¿Quién confirma lo que los humanos somos, el pacifismo final del Niño o el disoluto acto final, el signo de la guerra, la violencia y la destrucción, del Juez Holden, cuando mata y se come al pacifista Niño?

El padre no se mueve por la dicha que muestra la barriga embarazada de su hija. No tiene en cuenta para ello el encuentro emotivo entre Alfredo García y ella. El padre pone la recompensa descomunal sobre la mesa porque siempre hay un culpable cuando se contradice y cuestiona la autoridad.

Violencia de Irak, violencia del Líbano, violencia de Siria, violencia del que llamamos “perturbado” Anders Behring Breivik, que acepta ser el ejecutor de la masacre de Oslo y de Utøya pero no la culpabilidad. Igual que no reconoce a la justicia noruega porque es el reflejo de partidos “multiculturalistas”. ¿Horror se llama a eso, o por desgracia andamos consumidos los humanos, y a todas horas, por el horror, desde las relaciones personales a los manejos de los gobiernos impúdicos?