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Al hilo de la muerte de Carrillo – Por Leopoldo Fernández

“No se te ocurra publicarlo, Leopoldo, que te secuestran el periódico”. Quien así me hablaba, el 10 de diciembre de 1976, era Opelio Rodríguez Peña, el delegado provincial del Ministerio de Información y Turismo. Opelio había recibido instrucciones de su entonces ministro, Andrés Reguera Guajardo, de que trasladara a periódicos, revistas y emisoras de radio y televisión de su jurisdicción la “obligación” de ignorar informativamente la presencia en Madrid del secretario general del Partido Comunista de España (PCE). Carrillo, que en realidad se hallaba clandestinamente en la capital española desde febrero de ese año, acaba de celebrar una rueda de prensa restringida en un piso de la madrileña calle de Alameda, a la que asistieron una veintena de periodistas, la mayoría de ellos corresponsales extranjeros, tras un sinfín de peripecias previas para evitar que se enterara la policía.

Con su famosa peluca, hoy en los archivos de la Administración en Alcalá de Henares, y el carné del PCE sobre una mesa, Carrillo dijo, entre otras cosas, a los informadores que no volvería a salir de España “hasta que el Gobierno me dé un pasaporte”. Y así ocurrió, en efecto, aunque el líder comunista fue detenido -era un reto para las fuerzas policiales y éstas estuvieron a la altura- doce días más tarde y liberado poco después, ya con papeles legales en el bolsillo y la garantía de que su partido, más pronto que tarde, sería legalizado por el Ejecutivo de Adolfo Suárez, lo que dio lugar a las tensiones, dimisiones y amenazas ya recogidas en los libros de Historia.

Pero, a lo que iba. La advertencia de Opelio constituía un mandato de su ministro porque el Gobierno, cogido a contrapié por los acontecimientos, quiso ganar tiempo y no se le ocurrió mejor remedio que conminar a la prensa con medidas judiciales si publicada algo sobre la presencia de Carrillo en la capital española. Como me negué a aceptar ese apaño, el delegado me recriminó tal actitud, me recomendó que hablara con mi empresa e insistió en que el secuestro no habría quien lo parara: “La Fiscalía de la Audiencia Provincial (que entonces desempeñaba Temístocles Díaz-Llanos) tiene instrucciones de llevar a cabo el secuestro, así que yo que tú tomaría nota”. Me consta que llamadas del mismo tenor se hicieron a los directores de los demás medios, aquí, en Las Palmas y en otras provincias peninsulares.

En 1976, vigente aún la Ley de Prensa de Fraga, los periódicos tenían la obligación legal de efectuar lo que se denominaba como “depósito previo”, que consistía en entregar o diez ejemplares del diario ante la autoridad administrativa correspondiente, en este caso la Delegación de Información y Turismo, los cuales debían ser sellados a modo de nihil obstat para que, acto seguido, y sólo entonces -aunque la práctica no siempre se atenía a tan severa condición- , se pudiera proceder a la distribución y reparto de la publicación. Era posible, por tanto, que en ese momento se pudiera ordenar el secuestro. La realidad es que la Fiscalía de la Audiencia estaba “advertida” sobre esa posibilidad, pero, según pude constatar, aún no se le había cursado una orden en firme, supongo que porque resultaría difícil atribuir a un medio informativo la comisión de algún delito por el simple hecho de divulgar una noticia cierta. No sé si, dadas las circunstancias imperantes, alguna mente retorcida pudo pensar que tal hecho podría afectar, qué se yo, a la seguridad del Estado, por poner un ejemplo pedestre…

Como me había parecido descabellada la pretensión de que se no divulgara la noticia, personalmente traté de conectar con el ministro Reguera, a quien conocía de los tiempos en que ejerció como segoviano procurador en Cortes por el tercio familiares. Tras varios intentos inútiles, el ministro me devolvió la llamada a última hora de la tarde, me confirmó lo que me había anticipado Opelio y -lo recuerdo muy bien- añadió que todo era “cosa de Martín Villa y Landelino Lavilla”, el primero ministro de la Gobernación, hoy Interior, y el segundo, de Justicia y luego presidente del Congreso. No sé si lo dijo para quitarse las culpas de encima, pero el caso es que en Canarias la prensa escrita -y lo mismo la radio y la televisión- no dijo ni pío sobre la dichosa rueda de prensa, salvo DIARIO DE AVISOS, que tuvo el coraje de dar un paso adelante, naturalmente con la complicidad de la empresa y el respaldo entusiasta de la Redacción. Lo mismo sucedería el 23-F cuando el DIARIO fue uno de los cuatro medios escritos -los otros tres fueron Diario 16, El País y El Periódico- que en primera página publicaron al día siguiente, con el Congreso aún ocupado por los golpistas, un editorial condenando la intentona de Tejero y en defensa de la Constitución.

La muerte de Carrillo me ha hecho recordar también estos días un almuerzo irrepetible, en octubre del 78, en la casa que en la madrileña calle Alfonso XII tenía Pepe Mario Armedo, fallecido presidente de Europa Press, donde yo trabajé durante diez inolvidables años. Si no recuerdo mal, entre los comensales figuraban, además de Antonio Herrero, director de esa agencia, viejos militantes del antifranquismo radical como el propio Carrillo, Fernando Macarro (más conocido como Marcos Ana, poeta sobre cuya vida pretende rodar una película Pedro Almodóvar), Teodulfo Lagunero, el millonario constructor vallisoletano que ha sido principal sostén económico del PCE durante muchos años, Simón Sánchez Montero (panadero, ex diputado y mil veces detenido durante el franquismo) y el catalán, ex ministro con González, dirigente del PSUC y del Felipe y uno de los redactores de la Constitución, Jordi Solé Tura). Como invitado de excepción, el ya ex ministro y líder liberal Joaquín Garrigues Walker.

El almuerzo fue una sucesión de vivencias personales, anécdotas y esperanzas acerca del futuro. El Carrillo exaltado, estalinista y totalitario que yo imaginaba se había convertido en un personaje comedido, respetuoso con el Rey, la Monarquía y la bandera bicolor. Naturalmente, no renegaba de sus ideas, pero se mostraba favorable a la concordia nacional. Centro de todas las miradas, Pepe Armero se esmeró en cuidar a sus invitados y en recibir con enorme modestia los parabienes de Carrillo y compañía por los buenos oficios e intermediación que durante meses llevó a cabo por indicación de Adolfo Suárez a fin de propiciar una transición pacífica y la integración de exiliados y viejos luchadores comunistas de la guerra civil en la España de la democracia.

Es verdad que Carrillo es un hombre de claroscuros, de enormes contradicciones, conspiraciones, traiciones, expulsiones, persecuciones y batallas mil, muchas de ellas perdidas, como la que le llevó a salir del PCE tras las sucesivas decepciones electorales de su partido; una salida similar a la que él preparara para Claudín y Semprún, a los que tanto odió. Tiene sobre su espalda la eterna duda, que él nunca despejó abiertamente, de los fusilamientos de Paracuellos, aunque las más recientes investigaciones lo exoneran de responsabilidades directas, que se cargan más bien sobre dirigentes del PCE y del Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos, la criminal NKVD soviética.

En cualquier caso, y sin que los aciertos del presente borren los defectos del pasado, no cabe duda de que Carrillo fue uno de los artífices principales de la transición española y de la reconciliación nacional. Con sus renuncias, que le valieron no pocas críticas entre sus seguidores, y su proclividad a los pactos y los acuerdos de concordia, contribuyó muy mucho a que culminara felizmente el tránsito de la dictadura a la democracia al propiciar el entendimiento entre partidos, sindicatos, empresarios y clases sociales. Compartió con Fraga un memorable compromiso de respeto y colabhoración, tras el coraje y la dignidad que ambos mostraron en los sucesos del 23-F. Lástima que estas lecciones de concordia y entendimiento no se ejemplifiquen hoy, con un mínimo de buena voluntad , entre los dirigentes de Cataluña y de toda España cuando son tantas y tan relevantes las uniones que entre las partes ha soldado la Historia.