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Carrillo – Por Luis Alemany

El escritor Manuel Vázquez Montalbán era miembro del Comité Ejecutivo del PSUC (para los jóvenes: Partit Socialista Unificat de Catalunya, es decir el Partido Comunista catalán), y en una entrevista periodística le pidieron su opinión acerca de Santiago Carrillo, a lo que respondió -cito de memoria-: “Es un chorizo: si fuera presidente del gobierno, yo solicitaría asilo político en Andorra”: tal vez se tratase de un hipérbaton propio del talante agresivo del escritor, pero no queda más remedio que reconocer que da una cierta noticia de la larga versatilidad de un político profesional, que a lo largo de toda su vida transitó recónditos vericuetos ideológicos (desde el socialismo, hasta el comunismo, hasta -de nuevo: por último- el socialismo), adecuándose a las supuestas necesidades ideológicas de cada momento histórico: desde la dictadura estalinista hasta el acomodaticio eurocomunismo, hasta lo que fuese menester.

Posiblemente el más peligroso talón de Aquiles político de Santiago Carrillo sea su posible responsabilidad -por acción u omisión- en la criminal matanza de Paracuellos del Jarama, a finales de 1936, de la que uno posee una cierta información oficiosa, a partir de Elfidio Alonso, que entonces era director del diario ABC, y me contaba que (dada la monstruosa gravedad del caso) acudió personalmente al escenario de la matanza con un redactor de ese periódico llamado Leandro Blanco: piensa uno (sabiendo que la extrema derecha se va a rasgar -como siempre- las vestiduras: ¿qué le vamos a hacer?) que el más grave responsable de tal indiscriminada matanza pudiera haber sido Queipo de Llano, que proclamaba -noche tras noche-, desde la propaganda de Radio Sevilla, que en el asedio a Madrid participaban cinco columnas: las cuatro bélicas asaltantes y otra integrada por la población civil disidente, que colaboraría -desde dentro- en el asalto; de tal manera que cuando las tropas revoltosas establecieron sus trincheras en la Ciudad Universitaria, los anarquistas se pusieron nerviosos, hasta el punto de asesinar a Muñoz Seca -y a muchos otros- a quien le resulta a uno muy difícil de imaginar con una escopeta en la mano.

En cualquiera de los casos, no puede uno por menos de recordar la orgullosa imagen de Santiago Carrillo el 23 de febrero de 1981, permaneciendo sentado impávido en su escaño, cuando la barbarie de Tejero obligó a todos los diputados a tirarse al suelo: tal vez porque tenía asumido que le resultaba indiferente que le dispararan allí, o al día siguiente ante el paredón si aquella asonada triunfaba.