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Parece ser que el Ministerio de Fomento considera excesivo que los canarios se desplacen a la Península treinta veces al año, lo cual no supone otra cosa que alrededor de dos o tres veces al mes, la moderada itinerancia de un modesto ejecutivo de tercera categoría, y una cantidad que para mi amigo Juanito Cruz resultaría irrisoria, y que -de estar empadronado en el Archipiélago- pondría de los nervios histéricos a Ana Pastor; porque tal mezquina recriminación nos conduce, una vez más, a esa enteléquica condición insular que Domingo Pérez Minik apuntó, y que los continentales suelen ignorar: ignoran -claro está- que si no hubieran viajado clandestinamente a América el largo centenar de tripulantes del Telémaco -y de otros tantos barcos-, a finales de los años cuarenta del pasado siglo, posiblemente hubieran perecido de hambre o de la brutal represión dictatorial, y no hubieran ejercido su fructífera influencia sobre Buenos Aires, Caracas y Cuba. No puede uno por menos de sentir vergüenza ajena ante estas declaraciones de Ana Pastor, incitando a los canarios al sedentarismo; porque uno piensa que la canariedad (en el caso que tal condición -o algo similar- exista) se ha forjado itinerantemente: si no hubieran viajado varios de los miembros más destacados de mi generación literaria (Jorge Rodríguez Padrón, Fernando Delgado, Armas Marcelo, Juan Cruz) la cultura madrileña actual sería otra cosa distinta; si no hubiera viajado anualmente Domingo Pérez Minik a presidir el Premio Nacional de la Crítica Literaria, hubiéramos ignorado algunos nombres hoy consagrados; si no hubieran viajado Manolo Millares y Martín Chirino a fundar el Grupo El Paso, los paletos mesetarios hubieran tardado mucho más en aprender pintura moderna; de la misma manera que resultaría imprescindible valorar los viajes que hicieron Elfidio Alonso, para dirigir el diario ABC, cobardemente anandonado por Luca de Tena, el de Blas Carrera para proyectar su ciencia universalmente y el de Juan Negrín para defender honrosamente una democracia moribunda; e incluso se permitiría uno recordarle a esta ministra que si sabe leer y escribir (espero que con cierta corrección) se lo debe a José Clavijo y Fajardo, que también viajó a Madrid, a finales del siglo XVIII, para ser ministro de Cultura y educar a sus ancestros. Tal vez esta cicatería mesetaria de la concesión de los certificados de residencia canarios no sea otra cosa (como suele ocurrir con las personas mezquinas) que la habitual, grotesca y torpe confusión del culo de la tacañería con las témporas de la cultura; de tal manera que uno se permitiría recomendarle a Ana Pastor que viaje más, para que aprenda, ya que ella no precisa de certificado: no hace falta que venga a Canarias, porque el Archipiélago lleva más de dos siglos construyendo Madrid.