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Chile y un 11-S propio que aún la divide > Gerardo Daniel Settecase

Han pasado casi cuatro décadas desde que un 11 de septiembre de 1973 el presidente constitucional de Chile, Salvador Allende, fuere violentamente desalojado del poder llevándole al suicidio.

Hoy, casi cuatro décadas después de ese 11-S -opacado en la historia por los atentados en EE.UU.-, si bien durante todo el resto del año la unidad de los habitantes del país sudamericano le ha llevado a ser uno de los más fuertes y sólidos de la región, la fecha continúa dividiéndoles.

Pinochetistas y antipinochetistas se enfrentan de manera repetitiva todos los años durante al menos una semana mientras las fuerzas de seguridad, gobierne quien gobierne, tratan de contenerlos en base a un modelo represivo aprendido en las épocas del extinto dictador: gases lacrimógenos, balas de caucho, unidades móviles con lanzadores de agua. El saldo es que acaban destrozando por lo general no solo la capital del país, Santiago, sino a algunas otras del interior. Luego, todo se apaga. Vuelve la tranquilidad. Pero la división interior queda. Pinochetistas y antipinochetistas no olvidan sus rencores mutuos, aún cuando se ayuden también mutuamente ante catástrofes, o trabajen codo a codo por un país que ha dado ejemplo, desde siempre, de estabilidad y seguridad para inversionistas nacionales y extranjeros, y hace ingentes esfuerzos por solucionar las graves diferencias sociales y económicas que existen entre las capas sociales de su ciudadanía.

Hasta votan en paz por opciones de izquierda y derecha que no levantan a Pinochet como bandera de división y las transiciones, como ocurriera en el último caso (Bachellet-Piñeira) son también ejemplo de civilidad política.

Entonces, ¿qué tuvo Pinochet? ¿Qué tiene aún Pinochet, ese extinto criminal, como para seguir dividiendo a la ciudadanía chilena en silencio durante 360 días y de manera explosiva durante cinco, cuando sus excesos no lo diferencian en nada de los miembros de las dictaduras de los setenta en Argentina, Uruguay o Brasil, donde la coincidencia en repudiarle es generalizada?

Nada lo explica. Ni lograr el desarrollo económico -a costa del hambre de los trabajadores-, ni la paz con Argentina y Bolivia -a cambio de entregar su soberanía a Gran Bretaña y EE.UU.-, ni entregar el poder a un gobierno constitucional con un país estabilizado.

Olvidarlo sería imposible. Por sus excesos y sus ¿logros? Pero recordarlo hasta el extremo de permitir que siga dividiendo a un país condenado a la unidad de sus habitantes, parece demasiado precio a pagar por Chile en nombre de un solo hombre. Menos aún si es el de ese hombre.

gerardoctkc@gmail.com